La Consultora: Cómo McKinsey Dirige El Mundo — Michael Forsythe, Walt Bogdanich / When McKinsey Comes to Town: The Hidden Influence of the World’s Most Powerful Consulting Firm by Michael Forsythe, Walt Bogdanich

McKinsey es la consultora más prestigiosa e influyente del mundo. Gana miles de millones asesorando a empresas y gobiernos que recurren a sus servicios para maximizar sus beneficios y mejorar la eficiencia. Su filosofía empresarial consiste en hacer que el mundo sea un lugar mejor y su prestigio atrae a los talentos más prometedores de las universidades de élite. Sin embargo, poco se sabe de ella, pues el secretismo es uno de los principales valores de la institución.

De la misma manera que en el Imperio del Dolor de Patrick Radden-Keefe expuso a Purdue Pharma y a la familia Sackler como el origen de la crisis de opioides. Pero Cuando McKinsey llega a la ciudad se quedó corto, regurgitando cosas que ya sabemos sobre McKinsey.
La premisa del libro es simple: los consultores de McKinsey tienen el objetivo declarado de cambiar el mundo para mejor, y la empresa se presenta como una consultoría santurrona que defiende causas como la lucha contra el cambio climático, la reducción de la desigualdad de riqueza y la moderación de los efectos adversos de la globalización. Sin embargo, la firma asesora y trabaja con empresas y gobiernos que van en contra de estas causas. Por ejemplo, McKinsey ha trabajado con empresas de la industria tabacalera durante más de 50 años, agravando así una crisis de salud pública; la empresa ayudó a Purdue Pharma a «acelerar» las ventas de OxyContin en el apogeo de la crisis de opioides; sus mayores clientes incluyen empresas petroleras, siderúrgicas y de carbón que generan grandes cantidades de emisiones de gases de efecto invernadero; asesora a las compañías de seguros sobre cómo obtener beneficios a expensas de los asegurados; trabajó con ICE durante la crisis de inmigración de Estados Unidos que resultó en duros tratos y condiciones de detención para inmigrantes en la frontera sur de Estados Unidos; y ha contribuido en gran medida a la desigualdad de riqueza al vaciar a la clase media mediante medios como la deslocalización de empleos poco calificados y la automatización. La empresa también está en nómina de regímenes autoritarios como China, Arabia Saudita y Rusia, ayudando a sus empresas estatales y también defendiendo su política exterior. El trabajo de McKinsey también está plagado de conflictos de intereses, ya que asesora periódicamente tanto a empresas del sector privado como a sus reguladores.
Sin embargo, el libro no parece un trabajo fundamental sobre los males de la consultoría de gestión. Se lee como una colección de columnas del New York Times que se han escrito anteriormente. Para mi desventaja, leo y veo regularmente anécdotas de las deficiencias de McKinsey en los medios, por lo que el libro apenas me dijo algo que no sabía. Lo más importante es que el libro no demostró cómo las malas prácticas corporativas son el núcleo del modelo de negocios de McKinsey. En su libro, Keefe asestó un golpe de gracia a Purdue Pharma con la profundidad y detalle del papel de la empresa en la crisis de los opioides. Bogdanich y Forsythe luchan por hacer lo mismo en Cuando McKinsey llega a la ciudad. Dudo que el libro desincentive a muchas personas que aspiran a ser consultores de McKinsey. Y ciertamente dudo que las empresas y los gobiernos se muestren reacios a involucrarse con McKinsey debido a anécdotas sobre las fechorías de la empresa.
No obstante, el libro ofrece un poco más de detalles de lo que ya se ha publicado en la prensa. Fue una lectura agradable y fácil.

El fundador de McKinsey & Company, James O. McKinsey, un contable procedente de los montes Ozarks, también creía en la eficiencia y los beneficios. Su joven firma empezó a asesorar a U.S. Steel durante la Gran Depresión. La siderúrgica enseguida se convirtió en el principal cliente de McKinsey, que asignó a más de cuarenta consultores a su cuenta. U.S. Steel llegó a ser responsable de al menos la mitad de la facturación de la oficina de McKinsey en Nueva York. Cuando la Ley Wagner de 1935 obligó a las empresas a negociar con los trabajadores que pedían mejores salarios y condiciones de trabajo más seguras, McKinsey creó un departamento especial para asesorar a los ejecutivos de las empresas sobre cómo lidiar con ese tipo de exigencias. Pero McKinsey acabó perdiendo a su principal padrino dentro de la empresa siderúrgica y, en la década de los cincuenta, las dos empresas acabaron tomando caminos separados.
Bajo la dirección de Longhi, McKinsey puso en marcha un plan de negocio «transformador» llamado «sistema Carnegie», en honor al cofundador de U. S. Steel Andrew Carnegie. El plan era tan importante para el futuro de U.S. Steel que la empresa lo citaba un total de 49 veces en su informe anual de 2014. Uno de los objetivos más importantes del sistema Carnegie era encontrar un método de mantenimiento más racional y rentable para las envejecidas instalaciones e infraestructuras de la compañía. Y no parecía haber una firma mejor a la hora de gestionar costes de mantenimiento que McKinsey, ampliamente reconocida como la consultora líder en eficiencia.
Cuando Donald J. Trump ganó las elecciones presidenciales de noviembre de 2016, en parte gracias a la promesa de recuperar empleos en el sector secundario, Longhi y su segundo al mando, David Burritt, decidieron que había llegado el momento de hacer caja. Vendieron, entre los dos, acciones por valor de 25 millones de dólares a lo largo de ocho días de cotización. Longhi declaró al canal CNBC que esperaba recuperar 10.000 puestos de trabajo, gracias al nuevo entorno regulatorio, más favorable, y a unos impuestos más bajos.
El optimismo de Longhi seguía intacto a principios de 2017, que es cuando les aseguró a los inversores que lo peor ya había pasado. Días después de asumir el cargo, el presidente Trump incluyó a Longhi entre los 28 líderes empresariales que formarían parte de su iniciativa para la creación de empleo en el sector secundario.
Y así se quedaron las cosas hasta tres meses después, cuando U. S. Steel presentó los resultados del primer trimestre de 2017. Los analistas habían pronosticado unos beneficios saneados. Sin embargo, la compañía sorprendió a Wall Street declarando unas pérdidas netas de 180 millones de dólares, lo que provocó una caída del 27 por ciento del precio de las acciones, la mayor en un día para la empresa en más de un cuarto de siglo.
U.S. Steel hizo borrón y cuenta nueva y en 2018 ya tenía un nuevo plan y un nuevo eslogan. «Detrás de todos nuestros esfuerzos», diría la compañía, «está la fe en que debemos operar como una empresa con principios, comprometida con un código de conducta arraigado en los principios fijados por Elbert Gary y en nuestros valores fundamentales». Esos valores «se articulan en nuestros cinco principios […]: la seguridad por encima de todo, la confianza y el respeto, una actividad respetuosa con el medio ambiente, un comportamiento ético y una conducta empresarial de acuerdo con la ley».
McKinsey no tuvo que rendir cuentas por lo ocurrido en U. S. Steel y Disneylandia. Nadie demandó a la firma. Ningún organismo gubernamental la acusó de irregularidades. Los consultores no habían hecho otra cosa que cumplir con su trabajo: ellos daban consejos, no órdenes.
U.S. Steel y Disneylandia no podían haber sido más diferentes: una era un vestigio de un gigante del sector secundario y la otra una alegre fantasía propulsada por la última tecnología. No eran ni los clientes más lucrativos de McKinsey ni los más polémicos. Pero sí eran un buen ejemplo el tipo de fríos recortes que recomendaba la firma y que la habían convertido en el padrino del sector de la consultoría.
Esa recomendación no es un principio que esté inscrito en la preciada declaración de valores de la firma, pero sí es la que discretamente y de forma repetida hacía McKinsey a los directivos. Empleados y personas de todo el mundo acabarían entendiendo que eso es lo que ocurre cuando llega McKinsey.

Pocas compañías promueven los «valores» como herramienta de contratación con el fervor de McKinsey.
Ese discurso se introduce a menudo cuando a los candidatos a trabajar en la empresa se les pide en las entrevistas que resuelvan problemas como por ejemplo cómo mejorar la distribución de las vacunas en África, un asunto al que McKinsey se enfrentó, de hecho, en Nigeria. «Estaba todo pensado para que pareciera el tipo de trabajo que haría habitualmente en caso de incorporarme».
No fue hasta 2018, cuando los medios de comunicación, encabezados por The New York Times y ProPublica, empezaron a investigar a fondo los asuntos de la consultora, que muchos de los jóvenes empleados de McKinsey supieron por primera vez que la interpretación que ellos hacían de los valores no era la misma que la de la empresa. The New York Times dijo: «En un momento en el que las democracias y sus valores básicos se ven cada vez más atacados, la icónica firma estadounidense ha ayudado a elevar el perfil de gobiernos autoritarios y corruptos de todo el mundo, en ocasiones de formas contrarias a los intereses de Estados Unidos».
Son clientes de McKinsey gobiernos corruptos en Rusia, Sudáfrica y Malasia, empresas rusas sancionadas por la Organización de Naciones Unidas (ONU) como castigo al presidente Putin por apoderarse de Crimea y compañías chinas de titularidad estatal que proporcionan a Xi Jinping, el poderoso dirigente del país, no solo apoyo económico sino también militar. Un Xi Jinping que definitivamente no respeta la «obligación de discrepar» de McKinsey.

McKinsey no informa de las retribuciones de los directivos de empresas concretas, pero sus ideas sobre esta cuestión pueden deducirse en parte de la estructura salarial de Enron, la fallida empresa energética. La consultora presentaba una y otra vez a Enron como un modelo de empresa moderna y de éxito. La dirigía un exsocio de McKinsey, con la ayuda de consultores de la firma, uno de los cuales incluso asistía a las reuniones del consejo de administración. Según Forbes, los cinco principales ejecutivos de Enron se embolsaron nada menos que cerca de 300 millones de dólares en un solo año, y más de 500 millones entre 1995 y 2000, la mayoría por el cobro de opciones sobre acciones. Enron acabó hundiéndose entre acusaciones de fraude, con la consiguiente pérdida de miles de puestos de trabajo. (A McKinsey no se la acusó de ningún delito.)
Gracias en parte a los consultores de retribución, los herederos de la división de Arch Patton, la remuneración de los directivos se había elevado hasta cotas previamente inimaginables, lo que dio pie a que una comisión de la Cámara de Representantes de Estados Unidos lo investigara.
Otra empresa de telecomunicaciones, Verizon Communications, le pagó a McKinsey al menos 120 millones de dólares en 2018 y 2019. Un exempleado de la consultora diría en una entrevista que casi doscientos consultores de McKinsey —ojo: doscientos— trabajaron en la cuenta de Verizon. «Dirigíamos a unos quince o veinte equipos independientes —explicaría el exempleado, según el cual había un número similar de consultores de otras empresas de consultoría—. No parábamos de encontrarnos a compañeros de clase en la cafetería. Era una broma recurrente.

A mediados de los noventa, un equipo de consultores de McKinsey llegó a Springfield, la capital del estado de Illinois, persiguiendo un sueño utópico: romper el ciclo de la pobreza reduciendo poco a poco la dependencia de los pobres de la asistencia social con la ayuda de un gobierno estatal remodelado. A los consultores los había convocado allí un exsocio de McKinsey, Gary MacDougal, que años atrás había abandonado la firma para emprender su propio negocio, con el que le había ido muy bien, tras lo que se metió en política y ayudó a coordinar la campaña presidencial de 1988 de George H. W. Bush.
Lo mejor de todo es que McKinsey colaboró en aquel proyecto de forma altruista. La suya fue una contribución en especie con un valor estimado de millones de dólares, según las tarifas actuales. «El hecho de que la firma estuviera invirtiendo tiempo en ello de forma voluntaria y no aspirara a que el estado de Illinois se convirtiera en un cliente de pago contribuyó a aumentar su credibilidad», diría MacDougal, según el cual la consultora prefirió no trabajar para el gobierno porque creyó que allí era poco probable que pudiera producirse un cambio real.
Pero el cambio real llegó en 1997, en forma de una nueva ley que reorganizó los servicios sanitarios del estado. Según MacDougal, el número de casos en manos de la asistencia social se redujo un 22 por ciento en el primer año tras el cambio.
La división de atención médica de McKinsey desempeñó un papel importante —y muy criticado— en el debate sobre el logro más emblemático en política interna del presidente Obama: la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible, la legislación de atención médica más importante desde Medicare y Medicaid, de las que hacía ya medio siglo. La ley, que ponía fin a años de fallidos intentos de los demócratas de ayudar a quienes no contaban con un seguro médico, ampliaba Medicaid para incluir no solo a los pobres sino también a los casi pobres, por lo que millones de estadounidenses tendrían, gracias a ella, acceso a un seguro asequible. Quienes no reunieran los requisitos necesarios por su nivel de ingresos podrían recurrir a créditos fiscales para hacerse con un seguro a través de un mercado público, y no se les podría denegar la cobertura por tener enfermedades preexistentes.
La ley enfureció a los dirigentes republicanos, que la vieron como un paso más hacia la nacionalización de la atención médica. Las aseguradoras apoyaron en público la legislación, pero en privado intentaron que no siguiera adelante financiando secretamente con decenas de millones de dólares a través de la Cámara de Comercio de Estados Unidos a quienes hacían campaña para que no se aprobara.
Durante los gobiernos de Obama y Trump, McKinsey demostró que se le daba muy bien obtener contratos federales: los que se adjudicó, muchos de ellos sin concurso, le supusieron mil millones de dólares, de los que al menos 130 eran con la FDA.
La consultora va tras esos contratos de forma agresiva, a veces demasiado agresiva, como cuando le pidieron a un representante del gobierno favores que luego se consideraron poco éticos y que posiblemente infringían la ley. McKinsey pidió esos favores después de que los auditores federales amenazaran con rescindir un lucrativo contrato que permitió que la firma cobrara, durante más de una década, millones de dólares de la FDA sin tener que licitar por ello.
McKinsey cerró el último año de la presidencia de Trump rentabilizando una grave emergencia sanitaria: la pandemia del coronavirus, que en marzo de 2022 había matado a más de 900.000 estadounidenses. Con el país en plena efervescencia por la pandemia, las manifestaciones contra la violencia policial y una enconada campaña presidencial, McKinsey trató de conservar el protagonismo produciendo sin descanso informes sobre el COVID-19, centrándose no tanto en lo que deberían hacer los ciudadanos para protegerse, sino en cómo podrían las empresas utilizar las lecciones de la pandemia para mejorar su posición en el mercado. «De sobrevivir a prosperar», rezaba uno de los envíos de McKinsey.

McKinsey posee la capacidad y la influencia necesarias para cumplir con su promesa de un sistema de atención sanitaria más racional y que esté basado en valores. Y ha conseguido algunos avances en esa dirección. Pero mejorar la salud de los pacientes no es su razón de ser. La consultora, al fin y al cabo, es una empresa con ánimo de lucro, y lucrarse, y que se lucren sus clientes, es algo que ha conseguido, sí, a veces de forma honorable y otras veces no tanto. En ese sentido, McKinsey es un éxito rotundo, si no un ejemplo de coraje.

Hacerse con un cliente como China Communications constituyó un golpe de efecto por parte McKinsey. La empresa estatal se había adjudicado contratos de infraestructuras del gobierno chino por todo el mundo como parte de una estrategia para darle más lustre a la influencia del país asiático. Incluso se había planteado la posibilidad cotizar en bolsa con su floreciente negocio de dragado.
Para McKinsey, China Communications, una de las mayores empresas de ingeniería del mundo, era una fuente más de ingresos. Pero, para Estados Unidos, que la empresa construyera aquellas islas había transformado drásticamente el equilibrio de poder en el océano Pacífico.
El trabajo de McKinsey con una empresa de titularidad estatal que construye islas en aguas en disputa choca con los objetivos de un cliente mucho más importante: el Pentágono. El Departamento de Defensa le ha pagado cientos de millones de dólares a la consultora en los últimos años. Los registros escritos internos de McKinsey demuestran que desde 2018 y hasta principios de 2020, el organismo gubernamental estuvo entre los principales clientes de la firma. Ninguna empresa china figuró entre las que más ingresos supusieron para McKinsey en ese mismo periodo.
En 2015, al mismo tiempo que asesoraba China Communications, la consultora también estudiaba cómo reducir los costes del ejército estadounidense sin dejar por ello de apoyar a los fabricantes de municiones del país. McKinsey también ha trabajado con el Centro Naval de Guerra en Superficie de Dahlgren, Virginia, que contribuye al desarrollo de las armas que se utilizarían en una guerra contra China. En 2019, la Marina adjudicó a McKinsey un contrato de 15,7 millones de dólares para trabajar en la «campaña de viabilidad» para su caza F-35.

Tras la información publicada en The New York Times sobre el trabajo de McKinsey en China, Arabia Saudí, Rusia y otros países no democráticos, la empresa anunció que cambiaría la forma de aceptar nuevos clientes.

La historia del extenso trabajo de McKinsey para las grandes tabacaleras no se ha contado nunca; los detalles están enterrados en las profundidades de catorce millones de páginas de documentos del sector. Esa relación se remonta al menos a 1956, que es cuando McKinsey analizó a fondo el funcionamiento de Philip Morris. Los consultores visitaron sus plantas, entrevistaron a sus directivos y estudiaron las cifras de ventas. Entre las recomendaciones de McKinsey: eliminar puestos de trabajo y ampliar las instalaciones dedicadas a la investigación para sacar el máximo provecho a la rápida evolución de la tecnología de fabricación. Un año después, McKinsey elaboró otro informe, este «altamente confidencial», en el que decía cómo debía reestructurarse el departamento de investigación, del que formaba parte una planta piloto experimental.
Pero el informe hacía algo más: presagiaba la transformación de la industria, que iba a pasar de vender un producto sobre todo agrícola a diseñar cigarrillos con métodos científicos, a través de la química, la manipulación de la nicotina y el análisis del humo. McKinsey citaba, por ejemplo, la introducción de «tabaco reconstituido», un proceso que convierte restos de tabaco en unas láminas de aspecto parecido al papel que se trocean y añaden al cigarrillo. En ese proceso, se eliminan la nicotina y otras sustancias. Aunque, por supuesto, luego se añade, para que el producto alcance la cantidad de nicotina deseada.
A mediados de los cincuenta los cigarrillos estaban ya bajo sospecha, tras una serie de informes inquietantes que vinculaban el tabaquismo con el cáncer de pulmón. Mientras investigadores, médicos y funcionarios de salud pública trataban de avisar a los estadounidenses de que fumar podía ser letal, Philip Morris se unió a una campaña de desinformación del sector destinada a desacreditar las críticas. No hay pruebas en los registros escritos de la industria que indiquen que McKinsey desempeñara un papel en ese engaño, pero siendo una empresa involucrada hasta tal punto en el negocio de Philip Morris, cuesta creer que los consultores no estuvieran al corriente.
Hay algo que es innegable: McKinsey sabía que el tabaco suponía un riesgo para la salud porque le recomendó a Philip Morris que designara a una unidad que se encargara de dos cosas, «coordinar todas las investigaciones relacionadas con el problema del tabaquismo y la salud» y recomendar estudios sobre «los efectos fisiológicos del consumo de cigarrillos».
El editorial de The New York Times declaró que el organismo estaba en una situación precaria y necesitaba una renovación, o corría el riesgo de convertirse en un regulador sin influencia. El texto no mencionaba el trabajo entre bambalinas de McKinsey para la FDA.
La firma se había beneficiado en silencio de su trabajo no solo a favor del tabaco y al vapeo sino también, como quedaría demostrado, de los opiáceos. McKinsey se atrevió incluso con otra área de comportamiento potencialmente adictivo, el juego, al aconsejar a un casino importante sobre cómo retener a los jugadores en la mesa cuando estaban a punto de marcharse.
Como McKinsey descubrió, la adicción brindaba grandes recompensas, y también peligros, según si vendías o comprabas. Y, sin duda, los socios de McKinsey vendían.

Corría el año 2002, y McKinsey iba a la caza de nuevos clientes, en esta ocasión en el prolífico ámbito de las farmacéuticas, que ya era una fuente importante de ingresos para la firma. La consultora quería despertar el interés en sus servicios publicando un artículo en el que planteaba que las grandes farmacéuticas estaban ganando menos de lo que podrían por culpa de una mala gestión de su red comercial sobre el terreno.
Aunque la mayoría de los clientes van a parar a McKinsey por su reputación o por referencias, la consultora también explora oportunidades de negocio a través de la publicación de artículos de opinión en los que señalan problemas empresariales que requieren de una solución. El principal autor del artículo, Martin Elling, un graduado en Derecho por Harvard, se convertiría en una figura importante de la división farmacéutica de McKinsey.
El artículo de Elling reñía a las empresas farmacéuticas por confiar en el «modelo de ventas “mago del pinball”», en el que los comerciales van saltando de una consulta médica a otra.
OxyContin había llegado a los consumidores por primera vez en 1996. Al ser un fármaco capaz de tratar continuadamente el dolor intenso, permitía que los pacientes pudieran dormir toda la noche, y el riesgo de adicción era bajo, según la compañía. Pronto se demostró que ambas afirmaciones eran o bien exageradas o bien falsas. Algunos pacientes descubrieron que el fármaco, un potente opiáceo, dejaba de funcionar antes de lo anunciado, lo que los incitaba a consumir una cantidad mayor. Purdue también empezó a ofrecer OxyContin en dosis más elevadas, lo que incrementaba el riesgo de adicción.
El fármaco producía euforia en algunos usuarios, y les provocaba un subidón químico que deseaban repetir una y otra vez. Las ventas se dispararon. A ello le siguió un aumento de la delincuencia. Cuando los adictos no podían conseguir OxyContin, lo robaban o, en años posteriores, recurrían a la heroína o el fentanilo, un opiáceo sintético parecido a la morfina, solo que exponencialmente más potente.
Al dar rienda suelta a la potencia del análisis de datos a la hora de identificar a los médicos con más probabilidades de receptar el opiáceo, Purdue había creado un monstruo que haría estragos en familias, escuelas y comunidades. Murieron muchas personas. Hubo reputaciones que quedaron arruinadas.
La principal contribución de Johnson & Johnson al ámbito del tratamiento del dolor tenía que ver con las dos empresas de su propiedad que procesaban la materia prima de los opiáceos, procedente de una cepa mutante de la planta de la adormidera de Tasmania. Johnson & Johnson vendía esa sustancia a los fabricantes de opiáceos, entre ellos a Purdue, lo que hizo que los cuerpos policiales acabaran calificando a Johnson & Johnson de «capo» de los opiáceos, un apodo bochornoso para una empresa que se había hecho un nombre gracias a los productos para toda la familia.
McKinsey ayudó a Johnson & Johnson a vender su opiáceo estrella, un parche narcótico llamado Duragesic. En una presentación de PowerPoint, McKinsey recomendó a Johnson & Johnson que se centrara en «los pacientes con alto riesgo de abuso (por ejemplo, varones de menos de cuarenta años)» e hiciera que los médicos que seguían recetando opiáceos suaves pasaran a recetar fórmulas más potentes. Otra diapositiva se preguntaba: «¿Estamos abordando y teniendo la influencia adecuada en lo que recetan las clínicas del dolor?».
Quizá pareciera improbable que Johnson & Johnson y McKinsey hubieran acabado en el lado más sórdido del negocio de los narcóticos. Los dos trataron de impregnar de nobleza su afán de obtener beneficios, McKinsey a través de sus «valores» y la obligación de discrepar, y Johnson & Johnson mediante su «credo» corporativo, que proclamaba que su primera responsabilidad era «hacia los pacientes, médicos y personal de enfermería, hacia las madres y los padres y todos los que utilizan nuestros productos y servicios». No había que desalentar, sentenciaba el credo, las quejas y sugerencias de los empleados.
El trabajo de McKinsey tuvo mucho menos impacto en Johnson & Johnson que en Purdue Pharma.
Purdue no es la única culpable de la epidemia de los opiáceos. Los médicos recetaron OxyContin en exceso, los farmacéuticos cobraron bonos por vender fármacos que no tendrían que haber vendido, la FDA y la DEA permitieron que la epidemia se desarrollara y los representantes políticos no fueron capaces de promulgar leyes que protegieran a la población.

«Si miras la titulización desde los setenta hasta aproximadamente el año 2000, lo que ves es que sobre todo ha dado beneficios —diría Bryan en McKinsey Quarterly—. Si dejó de funcionar como debía fue porque permitimos que entrara demasiado riesgo crediticio en el sistema.»
McKinsey no niega haber desempeñado un papel en la propagación de la titulización: «McKinsey contribuyó a desarrollar las ideas en las que se basa la titulización, que sigue siendo beneficiosa y sigue utilizándose en el sistema financiero y en la economía en general». Pero en los ochenta la titulización era un «concepto emergente, con pocas similitudes con los instrumentos complejos que se manejaban en 2008» y «atribuir siquiera indirectamente la crisis económica de 2008 al trabajo de McKinsey» sería «llevar a engaño», según la compañía.
Feiger, el exdirectivo de McKinsey que contribuyó a propagar el concepto de titulización en Europa, sostiene que la consultora siempre explicó lo bueno, lo malo y lo feo de la titulización a sus clientes. «Es una cadena de confianza —dice Feiger sobre la idea—. Para que funcione, todas las partes deben actuar de forma íntegra y eficiente.

Eskom presumiblemente aprendió también una lección. En enero de 2020, la compañía se vio obligada a hacer tantos recortes en el fluido eléctrico que minas y fábricas cerraron y muchos hogares se quedaron a oscuras. Semanas antes, el presidente de Sudáfrica había regresado antes de tiempo de un viaje diplomático a Oriente Próximo para hacer frente a la crisis. Un año después, más de lo mismo.
Los medios de comunicación informaron de que 2021 sería el peor año en cuanto a cortes eléctricos en casi un siglo.

La adjudicación de los mayores contratos en Arabia Saudí dependía del gobierno, la fuerza motriz tras todas las economías del golfo Pérsico. Era algo que no se le escapaba a Kito de Boer, socio holandés de McKinsey y ávido coleccionista de arte, que estaba a cargo de la región y que de allí pasaría a trabajar como jefe de misión para el Cuarteto, el grupo formado por la ONU, la Unión Europea, Estados Unidos y Rusia que media entre israelíes y palestinos. De Boer había colgado un organigrama muy particular en las paredes de la oficina de McKinsey en Dubái: una representación de quién era quién de las familias reales de la zona.
En 2009, McKinsey abrió una oficina en Riad, la capital saudí, y el negocio en el reino despegó. La consultora incorporó a su cartera de clientes a una de las constructoras más importantes de Oriente Próximo —una con un nombre reconocible al instante en todo el mundo por lo célebre de uno de los miembros de su familia—, el Saudi Binladin Group. También intensificó su trabajo con Aramco, a la que ayudó a reestructurarse en previsión de su eventual salida a bolsa.
De tener solo dos trabajos en 2010 en Arabia Saudí, McKinsey pasó a asumir 47 proyectos al año siguiente, según las cifras internas de la compañía que pueden consultarse en Know, la intranet de la empresa, en la que los consultores cuelgan recursos para que sus compañeros puedan usarlos, como presentaciones de diapositivas ya preparadas. En 2016, McKinsey tenía 137 proyectos en marcha en Arabia Saudí.
McKinsey estaba tan involucrada en los asuntos del reino que el Ministerio de Planificación acabó siendo conocido como Ministerio de McKinsey. Algunos de los consultores de la firma que trabajaban para una filial saudí adquirida en 2017 incluso utilizaban direcciones de correo electrónico del gobierno, según un exconsultor. McKinsey dijo que no tenía conocimiento de que ningún consultor hubiera utilizado una dirección de email gubernamental.
Una de las fuerzas que impulsó el crecimiento explosivo de McKinsey en Arabia Saudí fue un fenómeno político que la familia real ansiaba desesperadamente mantener a raya: la Primavera Árabe. La oleada de revoluciones y revueltas que azotó Egipto, Libia, Baréin, Yemen, Siria y Túnez en 2011 y 2012.
La solución final, en la que McKinsey y sus competidores desempeñaron un papel fundamental, fue relajar algunas de las tristemente famosas restricciones sociales del reino, como la prohibición de que las mujeres condujeran o de que hubiera salas de cine, al mismo tiempo que aumentaba la represión de las voces disidentes.
A algunos consultores de McKinsey, sobre todo a los más jóvenes, no les hacía ninguna gracia que la firma estuviera tan dispuesta a ayudar a la Casa de Saúd, una familia de Riad cuyo patriarca conquistó gran parte de la península arábiga en la década de 1920 y cuyos hijos gobiernan desde entonces en un régimen de implacable autocracia teocrática. Esos consultores alegaban que McKinsey debía reducir o posiblemente incluso poner fin a su trabajo allí. Uno diría: «Arabia Saudí es un país que no debería existir».
Pero se impuso la opinión de los socios, que alegaron que no le correspondía a McKinsey juzgar los valores de sus clientes. Quedaba sin mencionar el impacto que tendría en los bonos anuales ver desaparecer el trabajo saudí.
El joven príncipe estaba entusiasmado con ellos. Y pensaba que necesitaba apoyarse en su experiencia para hacer realidad sus grandes sueños, como la ciudad del futuro. Por si quedaba alguna duda sobre ello, el nombre de la ciudad, NEOM, es un acrónimo de «nuevo futuro», derivado de la palabra griega neo y de la palabra árabe para «futuro», mustaqbal. Era una iniciativa tan ambiciosa que «megaproyecto» no bastaba para describirla: aquello era un gigaproyecto. Estaban previstos drones-taxis voladores, una luna artificial y dinosaurios al estilo de Parque Jurásico para aquella ciudad de la era espacial en el mar Rojo. McKinsey facturó millones de dólares por asesorarlos para el proyecto, según los registros internos de la empresa.
El trabajo de McKinsey en Arabia Saudí y China forma parte de una pauta más amplia que se ha afianzado en los últimos años. La consultora está trabajando cada vez más para gobiernos autoritarios de todo el mundo, o para las empresas estatales que apuntalan su poder. Y, como en Arabia Saudí, las élites de esos países pueden encontrarse trabajando en el interior de las oficinas de McKinsey.
En Rusia, el VTB Bank, de titularidad estatal, que ha operado bajo sanciones de Estados Unidos y de la Unión Europea desde 2014, ha sido uno de los principales clientes, por ingresos, de McKinsey de los últimos años, igual que Gazprom, el gigante energético estatal, según los registros de la consultora. El director del fondo soberano ruso, Kirill Dmitriev, es un exconsultor de la firma.
En Ucrania, el oligarca más rico del país contrató a McKinsey para asesorar a Víktor Yanukóvich, el presidente proruso, y ayudarlo en su intento de presentarse como un reformista económico, pese a su historial de corrupción.

Los lazos de McKinsey con Monitor eran tan estrechos que la consultora ayudaba a seleccionar a los ponentes de los actos organizados por el propio organismo de vigilancia del gobierno. En octubre de 2010, un consultor de McKinsey invitó a Ian Dalton, un alto funcionario del departamento de Sanidad y futuro director de Monitor, a hablar en un evento de ese tipo. Al año siguiente, Dalton aceptó dar una charla en un encuentro sobre atención sanitaria organizado por McKinsey en París.
El estudio de McKinsey de 2009, elaborado durante el mandato del gobierno laborista y en general denostado, cobraba ahora una nueva vida, en la que los conservadores pregonaban su potencial de ahorro.
Nick Seddon, un alto cargo del laboratorio de ideas conservador Reform que pronto se incorporaría al gobierno de Cameron como asesor, recomendó que el NHS eliminara 150.000 puestos de trabajo, prescindiera de 32.000 camas de hospital y redujera las intervenciones opcionales, «como el baipás coronario o la mastectomía».
El estudio de McKinsey sirvió de punto de partida para elaborar un nuevo informe del gobierno que apuntaba de qué manera podían recortarse 20.000 millones de libras del presupuesto del NHS.
Dos meses después de llegar al poder, el nuevo gobierno publicó un libro blanco de 57 páginas en el que perfilaba sus propuestas. Preveía que los médicos se hicieran cargo de la mayor parte del presupuesto de más de 100.000 millones de dólares del NHS y decidieran en qué debía gastarse el dinero o, en lenguaje del NHS, a qué debía «asignarse». Hasta entonces una serie de organismos gubernamentales había tomado esas decisiones.
La idea de que los médicos decidan en qué es mejor gastar el dinero de la sanidad puede parecer razonable, pero también es sabido que se trata de profesionales muy ocupados, sin tiempo ni ganas de afinar presupuestos. Alguien —o una empresa como McKinsey— iba a tener que ayudarlos. De nuevo, la privatización parecía ofrecer una solución, diría Bennett, el consejero delegado de Monitor, que se incorporó a McKinsey durante la ola de privatizaciones de Thatcher.
Con la aprobación de la ley cada vez más cerca, los muchos veteranos de McKinsey instalados en la burocracia sanitaria británica siguieron recibiendo un flujo constante de emails invitándolos a actos para extrabajadores de la consultora.
La nueva legislación —la Ley de sanidad y asistencia social— se aprobó a principios de 2012. A partir de ese momento, la inmensa mayoría del gasto sanitario del Reino Unido se canalizaría a través de grupos dirigidos por médicos. El artículo 75 de la ley obligaba a esos grupos de médicos a sacar a concurso sus contratos, lo que quería decir que las empresas privadas podrían optar a hacerse con un pedazo de la mayor partida presupuestaria del país.
Como era de prever, los grupos de médicos necesitaban ayuda en su nuevo papel de responsables del presupuesto. Para sorpresa de nadie, McKinsey formaba parte de un conjunto de consultoras que obtuvo un contrato de 7,1 millones de libras para asesorar a los doctores.
En la primavera de 2021, la popularidad de Johnson había aumentado. La razón: el éxito incuestionable del Reino Unido a la hora de vacunar a su población. El país era líder mundial en el despliegue de su programa de vacunación contra el COVID, y era en gran parte gracias a la capacidad organizativa del NHS, cuyo personal sanitario administraba las vacunas sin coste alguno.

McKinsey, el principal es el secretismo que rodea a la consultora, que es la base sobre la que se erige su negocio. A los consultores se los programa, desde sus primeros días en la empresa, para que no digan nada públicamente sobre sus clientes ni sobre lo que les aconsejan. Y la mayoría se toman muy en serio ese compromiso. Décadas después de que los empleados hayan abandonado la firma, ya sea en buenos o malos términos, siguen mostrándose reacios a incumplir esa promesa.
Libre de la supervisión del gobierno, McKinsey solo rinde cuentas a sus clientes, que esperan que sus vulnerabilidades, errores y estrategias empresariales —en otras palabras, sus secretos— sigan siendo eso, secretos. Y es difícil imaginar una institución que conozca más de esos secretos que McKinsey.

McKinsey is the most prestigious and influential consulting firm in the world. She makes billions advising businesses and governments that use her services to maximize profits and improve efficiency. Her business philosophy is to make the world a better place, and her prestige attracts the most promising talent from elite universities. However, little is known about it, since secrecy is one of the institution’s main values.

Much the same way as Patrick Radden-Keefe’s Empire Of Pain exposed the Purdue Pharma and the Sackler family as the provenance of the opioid crisis. But When McKinsey Comes to Town fell short, regurgitating things we already know about McKinsey.
The book’s premise is simple: McKinsey consultants have an avowed objective of changing the world for the better, and the firm potrays itself as a sanctimonious consultancy, championing causes such as fighting climate change, reducing wealth inequality, and tempering the adverse effects of globalisation. Yet, the firm advises and works with companies and governments which run counter to these causes. For instance, McKinsey has worked with companies in the tobacco industry for over 50 years thus augmenting a public health crisis; the firm helped Purdue Pharma «turbocharge» sales of OxyContin at the height of the opioid crisis; its biggest clients include oil, steel, and coal companies that generate large amounts of greenhouse emissions; it advises insurance companies on how to make profits at the expense of policy holders; it worked with ICE during America’s immigration crisis resulting in harsh treatment and detainment conditions for immigrants at America’s Southern Border; and it has greatly contributed to wealth inequality by hollowing out the middle class through means such as offshoring low-skilled jobs and automation. The firm is also on the payroll of authoritarian regimes such as China, Saudi Arabia, and Russia, assisting their state-owned enterprises and also championing their foreign policy. McKinsey’s work is also riddled with conflicts of interest as they regularly advise both private sector companies and their regulators.
However, the book doesn’t read like a seminal work on the evils of management consultancy. It reads like a collection of New York Times columns that have previously been written. To my disadvantage, I regularly read and watch anecdotes of McKinsey’s shortcomings in the media, and so the book barely told me something I didn’t know. Most importantly, the book did not demonstrate how corporate malfeasance is at the heart of McKinsey’s business model. In his book, Keefe struck a coup de grace at Purdue Pharma with the depth and detail of the company’s role in the opioid crisis. Bogdanich and Forsythe struggle to do the same in When McKinsey Comes to Town. I doubt many people aspiring to be McKinsey consultants would be disincentivised by the book. And I most certainly doubt that companies and governments will be reluctant to engage McKinsey because of anecdotes on the firm’s misdeeds.
Nonetheless, the book gives slightly more detail than what has already been reported in the press. It was an enjoyable and easy read.

The founder of McKinsey & Company, James O. McKinsey, an accountant from the Ozarks, also believed in efficiency and profit. His young firm began advising U.S. Steel during the Great Depression. The steel company quickly became McKinsey’s largest client, which assigned more than forty consultants to its account. US Steel became responsible for at least half of the turnover of McKinsey’s New York office. When the Wagner Act of 1935 forced companies to negotiate with workers who demanded higher wages and safer working conditions, McKinsey created a special department to advise company executives on how to deal with those kinds of demands. But McKinsey ended up losing his main godfather within the steel company and, in the 1950s, the two companies ended up going their separate ways.
Under Longhi’s direction, McKinsey launched a «transformative» business plan called the «Carnegie system,» named after U.S. Steel co-founder Andrew Carnegie. The plan was so important to the future of the U.S. Steel that the company cited it a total of 49 times in its 2014 annual report. One of the most important objectives of the Carnegie system was to find a more rational and cost-effective maintenance method for the company’s aging facilities and infrastructure. And there seemed to be no better firm at managing maintenance costs than McKinsey, widely recognized as the leading efficiency consultancy.
When Donald J. Trump won the November 2016 presidential election, in part on a promise to bring back secondary sector jobs, Longhi and his second-in-command, David Burritt, decided it was time to cash in. Between them, they sold shares worth $25 million over eight days of trading. Longhi told CNBC that he expected to recover 10,000 jobs, thanks to the new, more favorable regulatory environment and lower taxes.
Longhi’s optimism was still intact in early 2017, which is when he assured investors that the worst was over. Days after taking office, President Trump included Longhi among 28 business leaders who would be part of his initiative to create jobs in the secondary sector.
And things stayed that way until three months later, when U.S. Steel reported its first-quarter 2017 results. Analysts had predicted healthy profits. However, the company surprised Wall Street by declaring a net loss of $180 million, leading to a 27 percent drop in the stock price, the biggest one-day drop for the company in more than a quarter-century.
US Steel wiped the slate clean and in 2018 he already had a new plan and a new slogan. “Underlying all of our efforts,” the company would say, “is a belief that we must operate as a principled company, committed to a code of conduct rooted in the principles set forth by Elbert Gary and our core values.” These values «are articulated in our five principles […]: safety above all, trust and respect, environmentally friendly activity, ethical behavior and business conduct in accordance with the law.»
McKinsey was not held accountable for what happened at U.S. Steel and Disneyland. Nobody sued the firm. No government agency accused her of wrongdoing. The consultants had done nothing other than do their job: they gave advice, not orders.
US Steel and Disneyland couldn’t have been more different: one a remnant of a secondary industry giant, the other a joyous fantasy powered by the latest technology. They were neither McKinsey’s most lucrative clients nor its most controversial. But they were a good example of the type of cold cuts that the firm recommended and that had made it the godfather of the consulting sector.
This recommendation is not a principle that is inscribed in the firm’s precious declaration of values, but it is what McKinsey discreetly and repeatedly made to the managers. Employees and people around the world would come to understand that this is what happens when McKinsey arrives.

A few companies promote “values” as a recruiting tool with the fervor of McKinsey.
That narrative is often introduced when job candidates are asked in interviews to solve problems such as how to improve vaccine distribution in Africa, an issue that McKinsey actually faced in Nigeria. . «Everything was designed to make it seem like the type of job I would normally do if I joined.»
It wasn’t until 2018, when the media, led by The New York Times and ProPublica, began digging deeper into the consulting firm’s affairs, that many of McKinsey’s young employees first learned that their interpretation of The values were not the same as those of the company. The New York Times said: «At a time when democracies and their basic values come under increasing attack, the iconic American firm has helped raise the profile of authoritarian and corrupt governments around the world, sometimes in ways contrary to the interests of the United States.
McKinsey clients include corrupt governments in Russia, South Africa and Malaysia, Russian companies sanctioned by the United Nations (UN) as punishment for President Putin for seizing Crimea, and state-owned Chinese companies that supply Xi Jinping, the powerful leader of the country, not only economic but also military support. A Xi Jinping who definitely does not respect McKinsey’s «obligation to disagree».

McKinsey does not report the compensation of managers at specific companies, but its ideas on this issue can be deduced in part from the salary structure of Enron, the failed energy company. The consulting firm repeatedly presented Enron as a model of a modern and successful company. It was run by a former McKinsey partner, with the help of consultants from the firm, one of whom even attended board meetings. According to Forbes, Enron’s top five executives pocketed no less than nearly $300 million in a single year, and more than $500 million between 1995 and 2000, most of it from cashing in stock options. Enron ended up sinking amid accusations of fraud, with the consequent loss of thousands of jobs. (McKinsey was not charged with any crime.)
Thanks in part to compensation consultants, the heirs of Arch Patton’s division, executive compensation had risen to previously unimaginable heights, prompting a U.S. House of Representatives committee to investigate.
Another telecommunications company, Verizon Communications, paid McKinsey at least $120 million in 2018 and 2019. A former employee of the consulting firm would say in an interview that almost two hundred McKinsey consultants — note: two hundred — worked on the Verizon account. «We managed about fifteen or twenty independent teams,» explained the former employee, according to whom there were a similar number of consultants from other consulting companies. We kept running into classmates in the cafeteria. It was a recurring joke.

In the mid-1990s, a team of McKinsey consultants arrived in Springfield, the state capital of Illinois, pursuing a utopian dream: breaking the cycle of poverty by gradually reducing the poor’s dependence on social assistance with aid. of a remodeled state government. The consultants had been summoned there by a former McKinsey partner, Gary MacDougal, who years before had left the firm to start his own business, with which he had done very well, after which he entered politics and helped coordinate the campaign. George H. W. Bush’s 1988 presidential election.
Best of all, McKinsey collaborated on that project altruistically. Theirs was an in-kind contribution estimated to be worth millions of dollars, based on current rates. «The fact that the firm was investing time in it voluntarily and did not aspire for the state of Illinois to become a paying client helped increase its credibility,» MacDougal would say, according to which the consulting firm preferred not to work for the government because it believed that real change was unlikely to occur there.
But real change came in 1997, in the form of a new law that reorganized the state’s health services. According to MacDougal, the number of cases handled by social assistance fell by 22 percent in the first year after the change.
McKinsey’s health care division played a major—and much criticized—role in the debate over President Obama’s signature domestic policy achievement: the Affordable Care Act, the most significant health care legislation since Medicare and Medicaid. of which half a century ago. The law, ending years of failed attempts by Democrats to help those without health insurance, expanded Medicaid to include not only the poor but also the near-poor, so millions of Americans would have, thanks to her, access to affordable insurance. Those who did not qualify due to their income level could use tax credits to obtain insurance through a public market, and they could not be denied coverage because of pre-existing conditions.
The law infuriated Republican leaders, who saw it as another step toward nationalizing health care. Insurers publicly supported the legislation, but privately tried to stop it from going forward by secretly funding tens of millions of dollars through the U.S. Chamber of Commerce to those campaigning against its passage.
During the Obama and Trump administrations, McKinsey demonstrated that it was very good at obtaining federal contracts: the ones it won, many of them without competition, cost it a billion dollars, of which at least 130 were with the FDA.
The consulting firm goes after those contracts aggressively, sometimes too aggressively, such as when they asked a government representative for favors that were later deemed unethical and possibly breaking the law. McKinsey called in those favors after federal auditors threatened to terminate a lucrative contract that allowed the firm to collect millions of dollars from the FDA for more than a decade without having to bid for it.
McKinsey closed the last year of Trump’s presidency by capitalizing on a serious health emergency: the coronavirus pandemic, which by March 2022 had killed more than 900,000 Americans. With the country in full ferment due to the pandemic, protests against police violence and a bitter presidential campaign, McKinsey tried to retain the spotlight by relentlessly producing reports on COVID-19, focusing less on what citizens should do to protect themselves. , but on how companies could use the lessons of the pandemic to improve their position in the market. “From surviving to thriving,” read one of McKinsey’s mailings.

McKinsey has the capabilities and influence to deliver on its promise of a more rational, value-based healthcare system. And he has made some progress in that direction. But improving the health of patients is not his reason for existing. The consulting firm, after all, is a for-profit company, and making a profit, and making its clients profit, is something that he has achieved, yes, sometimes honorably and other times not so much. In that sense, McKinsey is a resounding success, if not an example of courage.

Acquiring a client like China Communications was a coup for McKinsey. The state-owned company had been awarded infrastructure contracts from the Chinese government around the world as part of a strategy to give more luster to the Asian country’s influence. He had even considered the possibility of going public with his flourishing dredging business.
For McKinsey, China Communications, one of the largest engineering companies in the world, was another source of income. But, for the United States, the company’s construction of those islands had drastically transformed the balance of power in the Pacific Ocean.
McKinsey’s work with a state-owned company building islands in disputed waters clashes with the goals of a much more important client: the Pentagon. The Defense Department has paid hundreds of millions of dollars to the consulting firm in recent years. McKinsey’s internal written records show that from 2018 and into early 2020, the government agency was among the firm’s top clients. No Chinese company was among the top earners for McKinsey in that same period.
In 2015, while advising China Communications, the consultancy was also studying how to reduce costs for the US military while still supporting the country’s ammunition manufacturers. McKinsey has also worked with the Naval Surface Warfare Center in Dahlgren, Virginia, which is contributing to the development of weapons that would be used in a war against China. In 2019, the Navy awarded McKinsey a $15.7 million contract to work on the «feasibility campaign» for its F-35 fighter.

Following reporting in The New York Times about McKinsey’s work in China, Saudi Arabia, Russia and other non-democratic countries, the company announced that it would change the way it accepts new clients.

The story of McKinsey’s extensive work for Big Tobacco has never been told; The details are buried deep within fourteen million pages of industry documents. That relationship dates back to at least 1956, which is when McKinsey took an in-depth look at Philip Morris’ operations. The consultants visited their plants, interviewed their managers and studied sales figures. Among McKinsey’s recommendations: eliminate jobs and expand research facilities to take full advantage of rapidly evolving manufacturing technology. A year later, McKinsey produced another report, this one “highly confidential,” in which it said how the research department, which included an experimental pilot plant, should be restructured.
But the report did something else: it heralded the transformation of the industry, which was going to go from selling a primarily agricultural product to designing cigarettes with scientific methods, through chemistry, nicotine manipulation and smoke analysis. McKinsey cited, for example, the introduction of «reconstituted tobacco,» a process that converts tobacco scraps into paper-like sheets that are chopped up and added to cigarettes. In this process, nicotine and other substances are eliminated. Although, of course, it is added later, so that the product reaches the desired amount of nicotine.
In the mid-1950s, cigarettes were already under suspicion, after a series of disturbing reports linking smoking to lung cancer. As researchers, doctors and public health officials tried to warn Americans that smoking could be lethal, Philip Morris joined an industry disinformation campaign aimed at debunking criticism. There is no evidence in written industry records to indicate that McKinsey played a role in that deception, but for a company involved to such an extent in the Philip Morris business, it is hard to believe that the consultants were unaware.
One thing is undeniable: McKinsey knew that tobacco posed a health risk because it recommended that Philip Morris appoint a unit to do two things: «coordinate all research related to the problem of smoking and health.» and recommend studies on “the physiological effects of cigarette smoking.”
The New York Times editorial declared that the agency was in a precarious situation and needed a revamp, or risked becoming a regulator without influence. The text did not mention McKinsey’s behind-the-scenes work for the FDA.
The firm had quietly benefited from its work not only on behalf of tobacco and vaping but also, as would be demonstrated, on opioids. McKinsey even ventured into another area of potentially addictive behavior, gambling, by advising a major casino on how to keep players at the table when they were about to leave.
As McKinsey discovered, addiction provided great rewards—and dangers, too—depending on whether you were selling or buying. And, without a doubt, McKinsey partners were selling.

The year was 2002, and McKinsey was on the hunt for new clients, this time in the prolific field of pharmaceuticals, which was already an important source of income for the firm. The consulting firm wanted to raise interest in his services by publishing an article in which it argued that large pharmaceutical companies were earning less than they could due to poor management of their commercial network on the ground.
Although most clients come to McKinsey because of its reputation or references, the consulting firm also explores business opportunities through the publication of opinion articles in which they point out business problems that require a solution. The article’s lead author, Martin Elling, a Harvard Law graduate, would become a senior figure in McKinsey’s pharmaceutical division.
Elling’s article chastised pharmaceutical companies for relying on the «pinball wizard sales model,» in which salespeople bounce from one doctor’s office to another.
OxyContin had first reached consumers in 1996. As a drug capable of continuously treating severe pain, it allowed patients to sleep through the night, and the risk of addiction was low, according to the company. Both claims were soon proven to be either exaggerated or false. Some patients found that the drug, a powerful opioid, stopped working sooner than advertised, prompting them to consume more. Purdue also began offering OxyContin in higher doses, which increased the risk of addiction.
The drug produced euphoria in some users, giving them a chemical high that they wanted to repeat again and again. Sales skyrocketed. An increase in crime followed. When addicts couldn’t get their hands on OxyContin, they stole it or, in later years, turned to heroin or fentanyl, a synthetic opioid similar to morphine, only exponentially more powerful.
By unleashing the power of data analysis to identify doctors most likely to prescribe the opioid, Purdue had created a monster that would ravage families, schools, and communities. Many people died. There were reputations that were ruined.
The main contribution of Johnson & Johnson’s involvement in pain treatment had to do with the two companies he owned that processed the raw material for opioids, which came from a mutant strain of the Tasmanian opium poppy plant. Johnson & Johnson sold that substance to opioid manufacturers, including Purdue, which led law enforcement agencies to end up labeling Johnson & Johnson as the opioid kingpin, an embarrassing nickname for a company that had made a name for itself through family-friendly products.
McKinsey helped Johnson & Johnson to sell his star opioid, a narcotic patch called Duragesic. In a PowerPoint presentation, McKinsey recommended Johnson & Johnson to focus on “patients at high risk for abuse (e.g., males under forty)” and have doctors who were still prescribing mild opioids switch to stronger formulations. Another slide asked, “Are we appropriately addressing and influencing what pain clinics prescribe?”
It may seem unlikely that Johnson & Johnson and McKinsey would have ended up on the seamier side of the narcotics business. Both tried to imbue their desire for profit with nobility, McKinsey through his “values” and the obligation to disagree, and Johnson & Johnson through his corporate “credo,” which proclaimed that his first responsibility was “to patients, doctors and nurses, to mothers and fathers and to all who use our products and services.” The creed stated that employees’ complaints and suggestions should not be discouraged.
McKinsey’s work had much less impact on Johnson & Johnson than at Purdue Pharma.
Purdue is not the only one to blame for the opioid epidemic. Doctors overprescribed OxyContin, pharmacists collected bonuses for selling drugs they should not have sold, the FDA and DEA allowed the epidemic to develop, and political representatives were unable to enact laws to protect the population.

“If you look at securitization from the 1970s to about 2000, what you see is that it has mostly been profitable,” Bryan would say in McKinsey Quarterly. «If it stopped working as it should, it was because we allowed too much credit risk to enter the system.»
McKinsey does not deny having played a role in the spread of securitization: “McKinsey helped develop the ideas behind securitization, which remains beneficial and continues to be used in the financial system and the economy in general.” But in the 1980s, securitization was an «emerging concept, with few similarities to the complex instruments used in 2008» and «to even indirectly attribute the 2008 economic crisis to the work of McKinsey» would be «misleading,» according to the company. .
Feiger, the former McKinsey executive who helped spread the concept of securitization in Europe, maintains that the consulting firm always explained the good, the bad and the ugly of securitization to its clients. «It’s a chain of trust,» Feiger says of the idea. For it to work, all parties must act with integrity and efficiency.

Eskom presumably learned a lesson too. In January 2020, the company was forced to make so many power cuts that mines and factories closed and many homes were left in the dark. Weeks earlier, the president of South Africa had returned early from a diplomatic trip to the Middle East to address the crisis. A year later, more of the same.
Media reported that 2021 would be the worst year for power outages in nearly a century.

The awarding of the largest contracts in Saudi Arabia depended on the government, the driving force behind all the Persian Gulf economies. It was something that did not escape Kito de Boer, a Dutch McKinsey partner and avid art collector, who was in charge of the region and who from there would go on to work as head of mission for the Quartet, the group formed by the UN. , the European Union, the United States and Russia that mediate between Israelis and Palestinians. De Boer had hung a very unique organizational chart on the walls of McKinsey’s office in Dubai: a representation of who’s who of the area’s royal families.
In 2009, McKinsey opened an office in Riyadh, the Saudi capital, and business in the kingdom took off. The consultancy added to its client portfolio one of the most important construction companies in the Middle East – one with a name instantly recognizable around the world due to the celebrity of one of its family members – the Saudi Binladin Group. He also intensified his work with Aramco, which he helped restructure in anticipation of its eventual listing.
From having only two jobs in 2010 in Saudi Arabia, McKinsey went on to take on 47 projects the following year, according to internal company figures that can be consulted on Know, the company’s intranet, where consultants post resources so that their colleagues can use them, like ready-made slide presentations. In 2016, McKinsey had 137 projects underway in Saudi Arabia.
McKinsey was so involved in the affairs of the kingdom that the Ministry of Planning became known as the Ministry of McKinsey. Some of the firm’s consultants working for a Saudi subsidiary acquired in 2017 even used government email addresses, according to a former consultant. McKinsey said it was not aware of any consultant having used a government email address.
One of the forces driving McKinsey’s explosive growth in Saudi Arabia was a political phenomenon that the royal family desperately wanted to keep at bay: the Arab Spring. The wave of revolutions and revolts that hit Egypt, Libya, Bahrain, Yemen, Syria and Tunisia in 2011 and 2012.
The final solution, in which McKinsey and its competitors played a key role, was to relax some of the kingdom’s infamous social restrictions, such as bans on women driving or movie theaters, while increasing the repression of dissident voices.
Some McKinsey consultants, especially the younger ones, were not happy that the firm was so willing to help the House of Saud, a Riyadh family whose patriarch conquered much of the Arabian Peninsula in the 1920s. and whose sons have ruled since then in a regime of implacable theocratic autocracy. Those consultants alleged that McKinsey should reduce or possibly even end his work there. One would say: «Saudi Arabia is a country that should not exist.»
But the opinion of the partners prevailed, who argued that it was not McKinsey’s place to judge the values of his clients. Not to mention the impact that seeing the Saudi job disappear would have on annual bonuses.
The young prince was enthusiastic about them. And he thought that he needed to rely on his experience to make his big dreams come true, like the city of the future. In case there was any doubt about it, the city’s name, NEOM, is an acronym for «new future,» derived from the Greek word neo and the Arabic word for «future,» mustaqbal. It was such an ambitious initiative that “megaproject” was not enough to describe it: this was a gigaproject. Flying taxi drones, an artificial moon and Jurassic Park-style dinosaurs were planned for that space age city on the Red Sea. McKinsey billed millions of dollars for advising them on the project, according to internal company records.
McKinsey’s work in Saudi Arabia and China is part of a broader pattern that has taken hold in recent years. The consultancy is increasingly working for authoritarian governments around the world, or for the state-owned companies that prop up their power. And, as in Saudi Arabia, the elites of those countries can be found working inside the McKinsey offices.
In Russia, state-owned VTB Bank, which has operated under US and EU sanctions since 2014, has been one of McKinsey’s biggest clients by revenue in recent years, as has Gazprom, the state energy giant, according to the consulting firm’s records. The director of the Russian sovereign wealth fund, Kirill Dmitriev, is a former consultant to the firm.
In Ukraine, the country’s richest oligarch hired McKinsey to advise Viktor Yanukovych, the pro-Russian president, and help him in his attempt to present himself as an economic reformer, despite his history of corruption.

McKinsey’s ties to Monitor were so close that the consulting firm helped select speakers at events organized by the government’s own watchdog. In October 2010, a McKinsey consultant invited Ian Dalton, a senior Health Department official and future director of Monitor, to speak at such an event. The following year, Dalton agreed to speak at a healthcare meeting organized by McKinsey in Paris.
The 2009 McKinsey study, produced during the Labor government’s tenure and generally reviled, was now given a new life, with Conservatives touting its savings potential.
Nick Seddon, a senior official at the conservative Reform think tank who would soon join Cameron’s government as an adviser, recommended that the NHS cut 150,000 jobs, cut 32,000 hospital beds and reduce elective interventions, «such as coronary bypass.» or mastectomy.
The McKinsey study served as the starting point for a new government report that outlined how £20bn could be cut from the NHS budget.
Two months after coming to power, the new government published a 57-page white paper outlining its proposals. It envisaged doctors taking charge of the bulk of the NHS’s $100 billion-plus budget and deciding what the money should be spent on, or, in NHS parlance, what it should be «allocated» to. Until then a series of government agencies had made these decisions.
The idea that doctors decide what is best to spend healthcare money on may seem reasonable, but it is also known that they are very busy professionals, without the time or desire to refine budgets. Someone—or a company like McKinsey—was going to have to help them. Again, privatization seemed to offer a solution, would say Bennett, the CEO of Monitor, who joined McKinsey during Thatcher’s privatization wave.
With the approval of the law getting closer, the many McKinsey veterans installed in the British health bureaucracy continued to receive a constant flow of emails inviting them to events for former employees of the consulting firm.
New legislation – the Health and Social Care Act – was passed in early 2012. From then on, the vast majority of UK health spending would be channeled through doctor-led groups. Article 75 of the law obliged these groups of doctors to put their contracts out to tender, which meant that private companies could choose to get a piece of the largest budget item in the country.
Predictably, physician groups needed help in their new role as budget owners. To no one’s surprise, McKinsey was part of a group of consultancies that won a £7.1m contract to advise doctors.
By spring 2021, Johnson’s popularity had increased. The reason: the United Kingdom’s unquestionable success in vaccinating its population. The country was a world leader in the rollout of its COVID vaccination programme, and this was largely thanks to the organizational capacity of the NHS, whose healthcare staff administered the vaccines free of charge.

McKinsey, the main one is the secrecy that surrounds the consulting firm, which is the foundation on which his business is built. Consultants are programmed, from their first days in the company, not to say anything publicly about their clients or what they advise them. And most take that commitment very seriously. Decades after employees have left the firm, whether on good or bad terms, they are still reluctant to break that promise.
Free from government oversight, McKinsey is accountable only to its clients, who expect its vulnerabilities, mistakes, and business strategies—in other words, its secrets—to remain just that, secrets. And it’s hard to imagine an institution that knows more of those secrets than McKinsey.

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