Barcos De Esclavos: La Trata A Través Del Atlántico — Marcus Rediker / The Slave Ship: A Human History by Marcus Rediker

Muchos de los capturados en África murieron mientras marchaban hacia los barcos en partidas y cáfilas (como recuas humanas), aunque la ausencia de documentos imposibilita conocer exactamente cuántos fueron.
Entre 1700 y 1808, comerciantes británicos y norteamericanos enviaron barcos de transporte de esclavos básicamente a seis regiones de África: Senegambia, Sierra Leona o Costa de Barlovento, Costa del Oro, Ensenada de Benín, Ensenada de Biafra y África Centro-Occidental (Congo, Angola). Los barcos trasladaban a los cautivos sobre todo a las islas azucareras británicas (donde se compraba a más del 70 % de los esclavos, casi la mitad de ellos en Jamaica), pero cantidades apreciables también llegaban a manos de compradores franceses y españoles como resultado de un tratado especial que recibía el nombre de Asiento. Alrededor de uno de cada diez era enviado a un destino en América del Norte. La mayor parte de esos iban a Carolina del Sur y Georgia, y un número sustancial también llegaba a Chesapeake. Un nuevo acto del drama comenzaba cuando los cautivos salían trastabillando de los barcos.
El primer drama se centraba en las relaciones entre el capitán del barco de esclavos y su tripulación, hombres que, en el lenguaje de la época, no debían tener «ni dedos ni narices delicados», dado que el de ellos era un oficio sucio en casi todos los sentidos posibles. Los capitanes eran hombres rudos, exigentes, famosos por su concentración de poder, su fácil recurso al látigo y su capacidad para controlar a grandes cantidades de personas. El mando violento se aplicaba casi tanto a las rudas tripulaciones de los barcos de esclavos como a los cientos de cautivos que transportaban.
El capitán presidía sobre esta interacción, pero los marineros cumplían sus órdenes de llevar a los cautivos a bordo, estibarlos bajo cubierta, alimentarlos, obligarlos a hacer ejercicios («bailar»), preservar su salud, disciplinarlos y castigarlos; en resumen, transformarlos gradualmente en mercancías para el mercado internacional de trabajo. Este drama también incluía una resistencia infinitamente creativa de los trasladados, que iba desde las huelgas de hambre hasta el suicidio y la insurrección, pero contenía también apropiaciones selectivas de la cultura de los captores, sobre todo el idioma y los conocimientos técnicos, como, por ejemplo, los relativos al funcionamiento del barco.
Un tercer drama simultáneo tenía que ver con el conflicto y la cooperación entre los esclavizados, dado que eran personas de clases, etnias y géneros diferentes amontonadas en la horrorosa cubierta inferior del barco de esclavos.
El cuarto y último drama no se desarrolló en los barcos, sino en las sociedades civiles británica y norteamericana, a medida que los abolicionistas pintaron un cuadro tras otro de la travesía atlántica para consumo del público lector metropolitano. Ese drama se centró en la imagen del barco de esclavos. Thomas Clarkson se trasladó a los muelles de Bristol y Liverpool para recoger información sobre la trata. Pero una vez que sus sentimientos antiesclavistas se hicieron conocidos, los comerciantes de esclavos y los capitanes de barco comenzaron a evitarlo.

Barcos de Esclavos analiza el mecanismo de la esclavitud africana; los barcos y hombres que capturaron, compraron, confinaron, torturaron, mataron y vendieron a millones de personas a lo largo de tres siglos. Explora en profundidad el funcionamiento de la nave, examinando el vehículo del Pasaje Medio desde varios puntos de vista. El barco de esclavos es visto como:
– Una inversión para especuladores empresarios europeos
– Una prisión de deudas para marineros desprevenidos
– Un mercado para africanos que venden esclavos.
– Una prisión para africanos capturados
– Un cementerio para esclavos y tripulantes muertos en la travesía
– Una fábrica para la creación de esclavos.
– Un campo de batalla para el conflicto entre esclavos y la rebelión colectiva.
– Una incubadora para el concepto de raza.
– Un espacio comunal para la creación de parentesco compartido
– Un símbolo del mal para los abolicionistas.

Rediker desglosa el Pasaje Medio en etapas, mostrando cómo se comisionaron y compraron los barcos, cómo se formaron los capitanes y las tripulaciones, el proceso de compra de personas, el intento simultáneo de quebrantar su espíritu pero mantener sus cuerpos intactos para la venta, los intentos exitosos y fallidos de escapar, derrocarse o suicidarse y las complejas relaciones sociales que generaría pasar meses en el barco. Trazando un hilo histórico y narrativo desde las personas más alejadas del proceso (que obtuvieron la mayor riqueza) hasta las personas que sufrieron el dolor más íntimo y perdieron más, el libro presenta un argumento para que el barco en sí sea uno de los los elementos más influyentes y al mismo tiempo más ignorados del desarrollo social en América.
Era fácil ver a los banqueros y multimillonarios como hombres de negocios distantes, demasiado alejados del proceso para tener algún interés en él más allá de sus ganancias. La policía se convirtió en marineros y guardias penitenciarios reacios. Las comunidades minoritarias se convirtieron en esclavos y la incubadora, la fábrica, el mercado y el espacio comunal del barco se convirtieron en los espacios que habitamos ahora, en línea y fuera de línea. El barco llegó a representar gran parte de la experiencia estadounidense, se volvió fácil, quizás un cliché, imaginar a Estados Unidos como un barco de esclavos en el que todos estamos atrapados.
Este libro detalla toda la sórdida historia de la esclavitud como máquina comercial y su producción masiva de carga humana como mercancía. Se detalla la perspectiva de todos los conectados con el barco de esclavos. Hay historias de los capitanes, los comerciantes, los miembros de la tripulación y los propios esclavos, todos con sus puntos de vista únicos de sus situaciones.
Fue notable enterarse de la resistencia de los esclavos. Muchos esclavos lucharon continuamente contra su cautiverio eligiendo suicidarse de hambre o arrojándose por la borda. Como el suicidio resultó en una pérdida de ganancias, se tomaron medidas para garantizar la salud de su «producto». Se instaló una red alrededor del barco para evitar que los esclavos saltaran del barco y los que se negaban a comer eran alimentados a la fuerza de manera espantosa.
La insurrección ocurrió en 1 de cada 10 barcos y resultó en tortura y asesinato de los responsables. La disciplina como medida disuasoria era frecuente a bordo de los barcos negreros. La inhumanidad del hombre hacia el hombre en estos casos revolvía el estómago. La muerte entre los esclavos y la tripulación era común y simplemente se consideraba un daño colateral. Las imágenes de cuerpos (ya sea muertos, como suicidio o como una forma de tortura) arrojados por la borda todavía me persiguen. A medida que las rémoras se adhieren a los tiburones, los tiburones se adhieren a los barcos de esclavos e instantáneamente devoran todo lo que cae al agua. La idea de esa forma de muerte todavía me da escalofríos.
Había una cita en el libro de William Wilberforce (un reformador social y abolicionista inglés) que lo resume todo para mí: «Tanta miseria condensada en tan poco espacio es más de lo que la imaginación humana jamás ha concebido».
Esta fue mi primera experiencia con este escritor y debo decir que quedé muy impresionado. Muchos lectores tienen las inflexiones más extrañas a las que siempre toma algún tiempo acostumbrarse. El libro ganó el George Washington Book Prize.

A quien conocían en el navío como «la contramaestre», porque mantenía el orden entre sus compañeras, probablemente a partir de una firme determinación de que todas sobrevivieran la difícil prueba del cruce del océano. «Solía mantenerlas tranquilas cuando estaban en sus compartimentos, y también cuando se encontraban sobre cubierta».
Un día de principios de 1769, su autoconstituida autoridad chocó con la de los oficiales del barco. «Molestó» al segundo oficial, quien le propinó «uno o dos latigazos» con un gato de nueve colas. Su rabia fue de tal magnitud al verse sometida a ese tratamiento que respondió atacando al oficial. Este, a su vez, la apartó de un empujón y le dio dos o tres latigazos adicionales.
Los tiburones comenzaban a seguir a los barcos esclavistas cuando llegaban a las costas de Guinea. Desde Senegambia, a lo largo de la Costa de Barlovento, la Costa del Oro y la Costa de los Esclavos, hasta el Congo y Angola, los marineros los detectaban cuando sus barcos se encontraban anclados o se movían lentamente, y con más claridad cuando se producía una calma chicha. Lo que atraía a los tiburones (así como a otros peces) eran los desechos producidos por los humanos, los restos de comida y la basura que se tiraban continuamente por la borda. Como un «salteador codicioso», el tiburón «sigue al barco, en espera de lo que pueda caer por la borda. El hombre que tenga la desgracia de caer al mar en esos momentos sin duda perecerá, sin misericordia alguna».
Los tiburones se convertían en un terror aún mayor cuando los miembros de la tripulación comenzaban a morir. En ocasiones, los capitanes se esforzaban por enterrar a los marineros muertos en la costa, como, por ejemplo, en Bonny, donde los cadáveres se enterraban en tumbas poco profundas en una punta de arena a unos cuatrocientos metros del principal poblado comercial. Pero cuando la marea hacía crecer el río, la corriente a veces se llevaba la arena que cubría los cuerpos, lo que provocaba un terrible hedor que constituía una invitación para los hambrientos escualos. En la mayoría de los tramos de costa, los comerciantes de esclavos no tenían derecho a enterrar a sus muertos.

Los orígenes y la génesis del barco esclavista como máquina capaz de cambiar el mundo se remontan a fines del siglo XV, cuando los portugueses realizaron sus históricos viajes a la costa occidental de África, donde compraron oro, marfil y seres humanos. Esas «exploraciones» tempranas marcaron el inicio de la trata atlántica. Fueron posibles gracias a una reciente evolución del barco de vela, la carraca de tres palos con todos sus aparejos, predecesora de las embarcaciones que con el tiempo llevarían a los europeos a todos los rincones de la tierra, después trasladarían a millones de europeos y africanos al Nuevo Mundo.

En el año 1700, África Occidental y Centro-Occidental contaba con una población de unos veinticinco millones de personas que vivían en un complejo conjunto de sociedades tributarias y ordenadas por el parentesco a lo largo de seis mil quinientos kilómetros de una costa que se extendía de Senegambia a Angola. Las más pequeñas de esas sociedades carecían de estado; muchas otras eran de dimensiones modestas, pero tenían algún grado de estratificación interna; y unas pocas eran grandes estados clasistas que controlaban extensos territorios, un comercio lucrativo y grandes ejércitos. Este último tipo de sociedad con frecuencia dominaba a las otras y las obligaba a pagar tributo y a subordinarse en las cuestiones relativas al comercio y la guerra, al tiempo que les permitían mantener la autonomía y el control local en lo referido a la tierra y el trabajo.
La esclavitud era una institución antigua y ampliamente aceptada en las grandes sociedades de la región, reservada por lo general para los prisioneros de guerra y los delincuentes. El comercio de esclavos tenía siglos de antigüedad. Desde el siglo VII hasta el XIX, más de nueve millones de individuos fueron trasladados hacia el norte por el comercio transahariano organizado por comerciantes árabes del norte de África y sus aliados islámicos. Esos esclavos eran vendidos en mercados comerciales muy desarrollados. En muchas zonas, cuando los comerciantes de esclavos europeos llegaban a las costas, simplemente se insertaban en circuitos de intercambio preexistentes y no los alteraban de inmediato.
En el siglo XVIII, ya los portugueses, los suecos, los daneses, los holandeses, los franceses y los ingleses tenían esferas de influencia y puertos preferidos para comerciar, pero, por lo general, los comerciantes africanos no estaban interesados en que ninguna nación europea ejerciera un monopolio del comercio, aunque estas hacían negocios con diferentes grupos nacionales de cuando en cuando. Por tanto, el intercambio en las costas de África siguió siendo relativamente abierto y competitivo, como aprendieron los comerciantes británicos después de la Revolución norteamericana, cuando los comerciantes africanos de Anomabu declararon su derecho a continuar comerciando con la nación recién independizada. El comercio también experimentaba idas y venidas: crecimiento tras grandes guerras internas, decrecimiento cuando el abastecimiento de esclavos de una región se veía agotado por un comercio intensivo.
El comercio de esclavos variaba según la región y el socio comercial, con dos modalidades básicas: en el «comercio de fortaleza», los capitanes de barcos compraban los esclavos a otros europeos que residían en lugares como el Castillo de la Costa del Cabo, situado en la Costa del Oro (la actual Ghana); en el «comercio de barco», que se realizaba en las muchas zonas en las que no había fortalezas, los negocios a menudo se realizaban en las cubiertas de los barcos esclavistas después de que canoas, falúas y yolas hubieran trasladado el cargamento desde y hacia la costa. A esa modalidad se le denominaba en algunas ocasiones «comercio negro», porque era controlado en buena medida por comerciantes africanos.
El islamismo había comenzado a propagarse en Senegambia en el siglo IX, y hacia el siglo XVIII ya era un rasgo definitorio, aunque aún sujeto a impugnaciones, de la región. Con la expansión de los aristocráticos y militaristas jinetes malinkés, muchos miembros de los grupos culturales menores fueron capturados y vendidos como esclavos. Los varones bijagós tenían fama de suicidarse al ser capturados. En la década de 1720 estalló una yihad contra los grupos no islámicos (y contra los líderes islámicos meramente nominales) que se prolongó hasta la década de 1740, resurgió en la década de 1780 y culminó en la de 1790. Como resultado de la yihad de Futa Yallon, las exportaciones de esclavos aumentaron mucho en ambos períodos, aunque el proceso de esclavización siguió siendo irregular en el tiempo y el espacio.
Los ingleses administraban fuertes y establecimientos comerciales en Dixcove, Sekondi, Komenda, Anomabu, Accra y Tantum; su sede principal era el Castillo de la Costa del Cabo. De esos lugares salían los prisioneros —el oro negro— que los comerciantes embarcaban en las cubiertas inferiores de los barcos. La construcción de los fuertes hizo nacer mini-Estados con abirempom, «grandes hombres», como Kabes y John Konny.

Una de las maneras fundamentales de conseguir esclavos era lo que los franceses llamaban grand pillage: una incursión súbita y organizada a una aldea, por lo general en medio de la noche. Los asaltantes quemaban las viviendas y capturaban a los aterrorizados aldeanos en su huida, y a continuación los hacían marchar hasta la costa en cáfilas y los vendían. Un hombre llamado Louis Asa-Asa fue esclavizado en un grand pillage cuando era un niño de trece años.

Las cosas podían empeorar, y empeoraban. Subir a bordo del barco siniestro constituía, como descubrieron los guerreros golas, un aterrador momento de transición del control africano al europeo. Mucho de lo que los cautivos conocían quedaría atrás. Al cabo del tiempo, los africanos y los afroamericanos expresaron esa partida desgarradora mediante el símbolo de «la puerta del no retorno», un famoso ejemplo de la cual está en la Casa de los Esclavos de la isla de Gorea, en Senegal, y otro en el Castillo de la Costa del Cabo, en Ghana. Una vez que los esclavos pasaban el punto de no retorno, la transición se convertía en una transformación. Encadenados y encerrados en el vientre de un barco esclavista, imposibilitados de regresar a sus hogares, los cautivos no tenían otro remedio que vivir en medio de la lucha, una lucha feroz, infinita, que se libraba en muchos frentes, para sobrevivir, para vivir, por necesidad, de una nueva manera. Lo viejo había sido destruido y los cercaba el sufrimiento. Pero en el seno de la desolación había nuevas y más amplias posibilidades de identificación, asociación y acción.
Pocas personas estaban mejor capacitadas en el siglo XVIII para captar el drama de la trata que James Field Stanfield. Había realizado un viaje —que resultó espantoso— en un barco esclavista de Liverpool a Benín y de allí a Jamaica y de vuelta a Liverpool entre 1774 y 1776, y había vivido durante ocho meses en una factoría de comercio de esclavos en el interior de la Costa de los Esclavos. Hombre culto, era un escritor que en el curso de su vida llegó a conquistar cierta fama literaria. Y era, lo cual quizás fuera más importante, un actor, un histrión ambulante, cuyo trabajo en el teatro indagaba sobre los triunfos y las tragedias de la humanidad. Así que a fines de la década de 1780, cuando Stanfield, alentado por un naciente movimiento abolicionista, decidió escribir sobre los horrores de la trata, contaba con una singular combinación de talentos y experiencia para hacerlo. Stanfield fue uno de los primeros en escribir una denuncia de la trata en primera persona.

Aprender a ser un marinero significaba aprender a enfrentar el peligro sin miedo y a vivir en la penuria. Por tanto, la fortaleza física y mental era un elemento central de la perspectiva cultural de los marineros, como apuntara Robinson: «Es bien sabido que los marineros, como clase, son de temperamento jovial y temerario, y que están dispuestos a ver el lado bueno de todas las cosas, poco inclinados a prever obstáculos futuros, deseosos de soportar sin vacilaciones privaciones y fatigas que desmoralizarían y paralizarían a casi cualquier otra clase de hombres, [y] lo que consideran comodidad no es más que desgracia disfrazada». Los peligros y los sufrimientos compartidos unían a los marineros y daban origen a una ética de ayuda mutua. A Robinson los marineros le parecían «bondadosos, magnánimos y generosos». No se trataba meramente de una postura moral, sino que era una estrategia de sobrevivencia basada sobre el entendido de que una distribución equitativa de los riesgos obraba a favor de todos. Era mejor compartir lo poco que se tenía, con la esperanza de que alguien compartiría con uno cuando no tuviera nada. Todo por los hermanos marineros. El corolario de esa creencia, apuntaba Robinson, era que: «El ansia de riquezas se considera una mezquindad digna solo de los peores miserables».

África Occidental es una de las zonas de más riqueza lingüística del mundo, y se sabe desde hace largo tiempo que los individuos que llegaban a los barcos de esclavos traían consigo decenas de idiomas. Los comerciantes de esclavos europeos y norteamericanos eran conscientes de ese hecho, y lo consideraban una ventaja. Richard Simson lo expresó con claridad en su diario de navegación a fines del siglo XVII: «El medio del que se valen quienes comercian en Guinea para mantener tranquilos a los negros es escogerlos de distintas partes del País, de distintos Idiomas; de modo que no puedan actuar de consuno, dado que están imposibilitados de Consultar unos con otros, y esto no pueden hacerlo, porque no se entienden unos con otros».
La compra de esclavos era en realidad una acción humanitaria, porque los que no eran comprados solían terminar masacrados por sus salvajes captores africanos. ¡Los esclavistas ingleses salvaban vidas! Una señal aún más reveladora fue la retirada estratégica. Enfrentados a informaciones condenatorias e infinitamente reiteradas sobre los horrores del barco de esclavos, los representantes de la facción que favorecía la trata concordaron en que existían «abusos» y abrazaron la causa de la regulación en un esfuerzo por evitar la abolición plena. A continuación esgrimieron rápidamente el argumento económico, que era su favorito desde hacía largo tiempo: puede que el comercio de seres humanos tuviera algunos aspectos lamentables, pero la trata, y de hecho todo el complejo de la esclavitud en el Atlántico anglófono, era un fuerte pilar de los intereses económicos nacionales e imperiales de Gran Bretaña. La trata africana era vital para el comercio, la industria y el empleo, explicaban comerciantes, fabricantes y trabajadores de Liverpool, Bristol, Londres y Mánchester en sus peticiones. Desmantelar la trata —o, lo que a muchos les preocupaba más, dejarla en manos de la archirrival Francia— resultaba impensable. A todo lo largo del debate, la manera más efectiva que encontraron los simpatizantes de la trata para enfrentar el embate abolicionista contra el barco negrero fue cambiar de tema.

Gran Bretaña y los Estados Unidos dieron pasos significativos en el curso de la pasada generación en el reconocimiento de que la trata y la esclavitud forman parte importante de su historia. Ello fue fruto, en primer lugar, del surgimiento de diversos movimientos en pro de la justicia racial y de clase a ambos lados del Atlántico en las décadas de 1960 y 1970, que exigieron nuevas historias y nuevos debates acerca de su significado. Estudiosos, maestros, periodistas y profesionales de los museos, entre otros, encontraron una inspiración en esos movimientos y recuperaron grandes porciones del pasado africano y afronorteamericano, con lo que crearon nuevos conocimientos y una nueva conciencia pública sobre el tema. Aun así, sostengo que ninguno de los dos países ha abordado todavía el lado más oscuro y violento de esa historia, lo que constituye quizás una razón de que la oscuridad y la violencia sigan presentes en la actualidad. La violencia y el terror fueron elementos centrales de la formación misma de la economía atlántica y sus múltiples sistemas de trabajo en los siglos XVII y XVIII. Hasta las mejores historias de la trata y la esclavitud han tendido a minimizar, incluso podría decirse que a suavizar, la violencia y el terror que están en el centro de los temas que abordan.
Los llamados wharfingers, scow-bankers y beach horners —marineros enfermos, quebrantados, obligados por los capitanes a abandonar los barcos negreros— recorrían los muelles y las bahías de casi todos los puertos americanos, desde la bahía de Chesapeake hasta Charleston, pasando por Kingston, en Jamaica, y Bridgetown, en Barbados. No tenían trabajo, porque nadie los contrataba por temor a una infección. No tenían dinero, porque les habían estafado sus salarios. No tenían comida ni abrigo, porque carecían de dinero. Deambulaban por los muelles, y dormían bajo los portales de las casas, debajo de las grúas utilizadas para cargar y descargar los barcos, en algún cobertizo que encontraban abierto, dentro de barriles de azúcar vacíos: dondequiera que encontraban un refugio contra los elementos.
Su aspecto era de pesadilla. Algunos tenían las magulladuras, las ronchas y las encías ensangrentadas típicas del escorbuto. Algunos tenían úlceras sangrantes causadas por los parásitos africanos, que alcanzaban una longitud de un metro y veinte centímetros y se enconaban debajo de la piel de la parte inferior de las piernas y los pies. Algunos tenían los temblores y sudores de la malaria. Algunos tenían los miembros grotescamente inflamados y los dedos de los pies podridos. Algunos estaban ciegos, víctimas de un parásito (Onchocerca volvulus) transmitido por un jején que habitaba en los ríos de corrientes rápidas de África Occidental. Algunos tenían un aspecto hambriento y magullado, cortesía de sus capitanes. «Su apariencia [era] cadavérica», y muchos estaban próximos a la muerte.

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Many of those captured in Africa died while marching towards the ships in parties and cafilas (like human trains), although the absence of documents makes it impossible to know exactly how many they were.
Between 1700 and 1808, British and North American traders sent slave ships to basically six regions of Africa: Senegambia, Sierra Leone or Windward Coast, Gold Coast, Benin Cove, Biafra Cove, and West-Central Africa (Congo, Angolan). Ships moved captives primarily to the British sugar islands (where more than 70% of slaves were purchased, nearly half of them in Jamaica), but significant numbers also found their way to French and Spanish buyers as a result. of a special treaty that received the name of Seat. About one in ten was shipped to a North American destination. Most of those went to South Carolina and Georgia, and a substantial number also went to Chesapeake. A new act of the drama began as the captives stumbled out of the ships.
The first drama focused on the relations between the captain of the slave ship and his crew, men who, in the parlance of the time, were not supposed to have «neither delicate fingers nor noses», since theirs was a dirty trade in the world. almost every way possible. Captains were tough, demanding men, famous for their concentration of power, their easy use of the whip, and their ability to control large numbers of people. Violent command applied almost as much to the rough-and-tumble crews of slave ships as to the hundreds of captives they transported.
The captain presided over this interaction, but the sailors carried out his orders to bring the captives on board, stow them below decks, feed them, force them to exercise («dance»), preserve their health, discipline and punish them; in short, gradually transform them into commodities for the international labor market. This drama also included endlessly creative resistance by the transferees, ranging from hunger strikes to suicide and insurrection, but it also contained selective appropriations of the captors’ culture, especially language and know-how, such as, for example, example, those related to the operation of the ship.
A third simultaneous drama had to do with conflict and cooperation among the enslaved, as they were people of different classes, ethnicities, and genders crammed together on the hideous lower deck of the slave ship.
The fourth and final drama unfolded not on ships but in British and American civil society, as abolitionists painted picture after picture of the Atlantic crossing for the consumption of the metropolitan reading public. That drama centered around the image of the slave ship. Thomas Clarkson went to the Bristol and Liverpool docks to collect information on the trade. But once his anti-slavery sentiments became known, slave traders and ship captains began to avoid him.

Slave Ship looks at the mechanism of African slavery; the ships and men who captured, bought, confined, tortured, killed and sold millions of people over the course of three centuries. It explores in depth the functioning of the ship, examining the vehicle of the Middle Passage from several viewpoints. The slave ship is seen as:
– An investment for speculative European businessmen
– A debt prison for unwary sailors
– A marketplace for Africans selling slaves
– A prison for Africans captured
– A cemetery for slaves and crew killed in the journey
– A factory for the creation of slaves
– A battleground for slave inter slave conflict and collective rebellion
– An incubator for the concept of race
– A communal space for the creation of shared kinship
– A symbol of evil for abolitionists

Rediker breaks down the Middle Passage in stages, showing how ships were commissioned and purchased, how captains and crews were formed, the process of buying people, attempting to simultaneously break their spirit but keep their bodies intact for sale, the successful and unsuccessful attempts to escape, overthrow or commit suicide and the complex social relationships spending months on the ship would create. By drawing a historical and narrative thread from the people most distant from the process (who gained the most wealth) to the people most suffered the most intimate pain and lost the most,Slave Ship makes an argument for the ship itself to be one of the most influential and at the same time most ignored elements of social development in America.
It was easy to see the bankers and billionaires as the distant businessmen, too far removed from the process to have any interest in it beyond their profit. The police became the sailors and reluctant prison guards. The minority communities become the slaves and the incubator, factory, marketplace and communal space of the ship became the spaces we inhabit now, on and offline. The ship came to represent so much of the American experience, it became easy, perhaps clichéd, to imagine America as a slave ship we are all trapped on.
This book detailed the whole sordid story of slavery as a business machine and its mass production of human cargo as a commodity. The perspective of everyone connected to the slave ship is detailed. There are stories from the captains, the merchants, the crew members, and the slaves themselves—all with their unique viewpoints of their situations.
It was remarkable to learn of the resistance put up by the slaves. Many slaves continually fought their captivity by choosing to commit suicide through starvation or by throwing themselves overboard. As suicide resulted in a loss of profits, actions were taken to ensure the health of their “product”. Netting was set up around the ship to prevent slaves from jumping off the ship and those refusing to eat were gruesomely force fed.
Insurrection occurred on 1 in 10 ships and resulted in torture and murder of those responsible. Discipline as a deterrent was frequent aboard the slave ships. Man’s inhumanity toward man in these cases were stomach churning. Death among slaves and crew were common and simply viewed as collateral damage. The images of bodies (either dead, as suicide, or as a form of torture) being thrown overboard still haunts me. As the remoras attach themselves to the sharks, the sharks attach themselves to the slave ships and instantly devour anything that falls into the water. The thought of that form of death still gives me the chills.
There was a quote in the book from William Wilberforce (an English social reformer and abolitionist) that sums it all up for me, “So much misery condensed in so little room is more than the human imagination has ever before conceived.”
This was my first experience with this writer and I have to say I was very impressed. Many readers have the strangest inflections that always take some time to get used to. This book wons George Washington Book Prize.

Who was known on the ship as «the boatswain», because she kept order among her companions, probably from a firm determination that they all survive the difficult test of crossing the ocean. She «she used to keep them quiet when they were in their compartments, and also when they were on deck.»
One day early in 1769, her self-constituted authority collided with that of the ship’s officers. She «she Annoyed» the second officer, who gave her «one or two lashes» with a cat of nine tails. Her anger was so great when she was subjected to that treatment that she responded by attacking the officer. He, in turn, pushed her away and gave her two or three more lashes.
The sharks began to follow the slave ships when they reached the shores of Guinea. From Senegambia, along the Windward Coast, the Gold Coast, and the Slave Coast, to the Congo and Angola, sailors spotted them when their ships were at anchor or moving slowly, and more clearly when they were moving. produced a dead calm. What attracted the sharks (as well as other fish) was the human-produced waste, food scraps, and garbage that was continually thrown overboard. Like a «greedy robber,» the shark «follows the ship, waiting for what might fall overboard. The man who has the misfortune to fall into the sea at such moments will surely perish, without mercy».
The sharks became an even greater terror when crew members began to die. Sometimes the captains made an effort to bury the dead sailors on the shore, as, for example, in Bonny, where the corpses were buried in shallow graves on a point of sand a quarter of a mile from the main trading town. But when the tide swelled the river, the current sometimes washed away the sand that covered the bodies, causing a terrible stench that was an invitation to hungry sharks. On most stretches of coastline, slave traders had no right to bury their dead.

The origins and genesis of the slave ship as a machine capable of changing the world can be traced back to the end of the 15th century, when the Portuguese made their historic voyages to the west coast of Africa, where they bought gold, ivory and human beings. Those early «explorations» marked the beginning of the Atlantic trade. They were made possible by a recent evolution of the sailing ship, the three-masted ratchet with all its rigging, predecessor of the boats that would eventually carry Europeans to all corners of the earth, later moving millions of Europeans and Africans to the New World.

In the year 1700, West and West-Central Africa had a population of some twenty-five million people living in a complex array of kin-ordered and tributary societies along four thousand miles of coastline stretching from Senegambia to Angola. The smallest of these societies were stateless; many others were modest in size but had some degree of internal stratification; and a few were large class states that controlled vast territories, lucrative trade, and large armies. The latter type of society often dominated the others, forcing them to pay tribute and subordinate themselves in matters of trade and war, while allowing them to maintain autonomy and local control over land and labor. .
Slavery was an ancient and widely accepted institution in the great societies of the region, generally reserved for prisoners of war and criminals. The slave trade was centuries old. From the 7th to the 19th centuries, more than nine million individuals were moved north by trans-Saharan trade organized by North African Arab traders and their Islamic allies. Those slaves were sold in highly developed commercial markets. In many areas, when European slave traders arrived on the coasts, they simply inserted themselves into pre-existing trade circuits and did not immediately disrupt them.
By the 18th century, the Portuguese, the Swedes, the Danes, the Dutch, the French, and the English already had spheres of influence and preferred ports of trade, but African traders were generally not interested in any European nation exercised a monopoly of trade, although they did business with different national groups from time to time. Thus, trade on the coasts of Africa remained relatively open and competitive, as British merchants learned after the American Revolution, when Anomabu African merchants declared their right to continue trading with the newly independent nation. Trade also experienced ups and downs: growth after major internal wars, decline when a region’s supply of slaves was depleted by intensive trade.
The slave trade varied by region and trading partner, with two basic modalities: in the «fortress trade,» ship captains bought slaves from other Europeans residing in places like Cape Coast Castle, located on the Gold Coast (present-day Ghana); in the «ship trade,» which was conducted in the many areas without fortresses, trade was often conducted on the decks of slave ships after canoes, barges, and yawls had moved cargo to and from the slave ships. the coast. This modality was sometimes called «black trade» because it was largely controlled by African merchants.
Islamism had begun to spread in Senegambia in the 9th century, and by the 18th century it was already a defining, though still contested, feature of the region. With the expansion of the aristocratic and militaristic Malinke horsemen, many members of the minor cultural groups were captured and sold into slavery. Bijagó males were famous for committing suicide upon capture. A jihad against non-Islamic groups (and merely nominal Islamic leaders) broke out in the 1720s, lasting into the 1740s, resurfacing in the 1780s, and culminating in the 1790s. Futa Yallon slave exports increased greatly in both periods, although the process of enslavement remained irregular in time and space.
The English administered forts and trading establishments at Dixcove, Sekondi, Komenda, Anomabu, Accra, and Tantum; its main seat was the Cape Coast Castle. From these places came the prisoners—the black gold—that the merchants embarked on the lower decks of the ships. The construction of the forts gave birth to mini-states with abirempom, «great men», like Kabes and John Konny.

One of the fundamental ways of obtaining slaves was what the French called a grand pillage: a sudden and organized raid on a village, usually in the middle of the night. The raiders burned houses and captured the terrified villagers as they fled, then marched them to the coast in packs and sold them. A man named Louis Asa-Asa was enslaved in a grand pillage when he was a boy of thirteen.

Things could get worse, and they got worse. Climbing aboard the sinister ship was, as the Gola warriors discovered, a terrifying moment of transition from African to European control. Much of what the captives knew would be left behind. Over time, Africans and African-Americans expressed this harrowing departure through the symbol of «the door of no return», a famous example of which is in the House of Slaves on the island of Gorée, in Senegal, and another at the Cape Coast Castle in Ghana. Once the slaves passed the point of no return, the transition became a transformation. Chained and locked in the belly of a slave ship, unable to return to their homes, the captives had no choice but to live in the midst of the fight, a fierce, infinite fight, which was waged on many fronts, to survive, to live , by necessity, in a new way. The old had been destroyed and suffering surrounded them. But within the desolation there were new and broader possibilities for identification, association, and action.
Few people in the 18th century were better equipped to capture the drama of trafficking than James Field Stanfield. He had made a journey – which turned out to be dreadful – on a slave ship from Liverpool to Benin and from there to Jamaica and back to Liverpool between 1774 and 1776, and had lived for eight months in a slave-trading factory in the hinterland. Slave Coast. A cultured man, he was a writer who in the course of his life achieved a certain literary fame. And he was, perhaps more importantly, an actor, a traveling actor, whose work in the theater explored the triumphs and tragedies of mankind. So in the late 1780s, when Stanfield, encouraged by a nascent abolitionist movement, decided to write about the horrors of the trade, he had a unique combination of talents and experience to do so. Stanfield was one of the first to write an account of trafficking in the first person.

Learning to be a sailor meant learning to face danger without fear and to live in hardship. Thus, physical and mental toughness were central to the seafarers’ cultural outlook, as Robinson noted: «It is well known that sailors, as a class, are temperamentally jovial and reckless, and willing to see the bright side.» good of all things, disinclined to foresee future obstacles, willing to endure without hesitation hardships and hardships that would demoralize and paralyze almost any other class of men, [and] what they consider comfort is nothing but disgrace in disguise.” Shared dangers and suffering bound sailors together and gave rise to an ethic of mutual aid. Robinson found the sailors «kind, magnanimous, and generous.» It was not merely a moral stance, but rather a survival strategy based on the understanding that an equitable distribution of risks worked in everyone’s favor. It was better to share what little you had, in the hope that someone would share with you when you had nothing. All for the sailor brothers. The corollary to that belief, Robinson noted, was that: «The lust for riches is considered pettiness worthy of only the worst wretches.»

West Africa is one of the most linguistically rich areas in the world, and it has long been known that individuals arriving on slave ships brought dozens of languages with them. European and North American slave traders were aware of this fact, and considered it an advantage. Richard Simson put it clearly in his logbook at the end of the seventeenth century: “The means used by those who trade in Guinea to keep the blacks quiet is to select them from different parts of the Country, from different Languages; so that they cannot act in concert, since they are unable to consult with each other, and this they cannot do, because they do not understand each other».
The purchase of slaves was actually a humanitarian action, because those who were not bought often ended up massacred by their savage African captors. English slavers saved lives! An even more telling sign was the strategic retreat. Faced with damning and endlessly repeated reports about the horrors of the slave ship, representatives of the pro-trafficking faction agreed that «abuses» existed and embraced the cause of regulation in an effort to prevent outright abolition. They then quickly made the economic argument, which had been their long-favourite: trade in human beings might have had some unfortunate aspects, but trafficking, and indeed the entire slavery complex in the Anglophone Atlantic, was a strong pillar of Britain’s national and imperial economic interests. African trafficking was vital to trade, industry and employment, merchants, manufacturers and workers from Liverpool, Bristol, London and Manchester explained in their petitions. Dismantling the trade—or, what many worried more about, leaving it in the hands of arch-rival France—was unthinkable. Throughout the debate, the most effective way trafficking sympathizers found to deal with the abolitionist onslaught against the slave ship was to change the subject.

Britain and the United States have made significant strides over the past generation in recognizing that trafficking and slavery are an important part of their history. This was the fruit, first, of the emergence of various movements for racial and class justice on both sides of the Atlantic in the 1960s and 1970s, which demanded new histories and new debates about their meaning. Scholars, teachers, journalists, and museum professionals, among others, found inspiration in these movements and recovered large portions of the African and African-American past, thereby creating new knowledge and public awareness of the subject. Still, I submit that neither country has yet addressed the darker and more violent side of that history, which is perhaps one reason the darkness and violence are still present today. Violence and terror were central elements in the very formation of the Atlantic economy and its multiple labor systems in the 17th and 18th centuries. Even the best stories of trafficking and slavery have tended to downplay, arguably even soften, the violence and terror that are at the heart of the issues they address.
The so-called wharfingers, scow-bankers, and beach horners—sick, broken sailors forced by captains to abandon slave ships—roamed the docks and bays of nearly every American port, from Chesapeake Bay to Charleston to Kingston, in Jamaica, and Bridgetown, in Barbados. They had no work, because no one hired them for fear of infection. They had no money, because they had been cheated out of their wages. They had no food or shelter, because they had no money. They roamed the docks, sleeping under doorways, under cranes used to load and unload ships, in open sheds, inside empty sugar barrels—wherever they found shelter from the elements.
His appearance was nightmarish. Some had the bruises, welts and bloody gums typical of scurvy. Some had bleeding ulcers caused by the African parasites, reaching a length of four feet and festering under the skin of the lower legs and feet. Some had the tremors and sweats of malaria. Some had grotesquely swollen limbs and rotten toes. Some were blind, victims of a parasite (Onchocerca volvulus) transmitted by a midge that inhabited the fast-flowing rivers of West Africa. Some looked hungry and bruised, courtesy of their captains. «Their appearance [was] cadaverous,» and many were close to death.

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