Caos: El Poder De Los Idiotas — Juan Luis Cebrián / Chaos: Power of Idiots by Juan Luis Cebrián (spanish book edition)

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En este breve ensayo por parte del autor es a destacar:
* Breve, edificante y directo ensayo; así es está obra que hace un repaso de la situación Política mundial, utilizando como eje central España.
* Es preocupante constatar como la Política nacional está dirigida por tontos ilustrados, guiados por ideologías caducas, perniciosas y sobre todo inútiles. Es algo que queda de manifesto en la obra, de forma serena y razonada, desde el espectro político del autor.
* Los ejemplos sobre la Política Exterior, Interior y Europea muestran que los idiotas están al mando, algo que ningún país puede permitirse.

En definitiva una lectura agradable, preocupante y, que sirve para colocar en contexto a tanto tonto ilustrado. Quizás seamos habitantes y participes de una conjura de necios.

El gobierno feminista y progresista de Pedro Sánchez y las gentes que lo arropaban habían previsto una demostración de fuerza en las calles. ¿Era prudente mantenerla ante la amenaza de la epidemia? ¿Se podía ir a la manifestación sin riesgos de contagio? El idiota oficial volvió a tranquilizar las conciencias: que cada cual hiciera lo que le viniera en gana. Ese domingo miles de españolas y españoles, con el gobierno casi en pleno al frente, llenaron las calles. El mismo día que Italia ponía en cuarentena la Lombardía y otras provincias adyacentes. Dieciséis millones de personas atrapadas. ¡Caray!, decían los españoles, no puede ser para tanto.
En la conferencia de prensa del lunes 9 la sonrisa del tonto se congeló. Mil doscientos casos positivos de coronavirus en España y veintiocho muertos. La Comunidad de Madrid cerró de urgencia todos los centros educativos. Los periodistas preguntaron al gobierno feminista y progresista cómo permitieron y alentaron las manifestaciones del día anterior en semejante situación. El ministro de Sanidad dio una respuesta explícita: los datos solo se habían conocido en la tarde del domingo, justo horas después de la concentración. Además del coronavirus, una nueva epidemia comenzó a extenderse: la de la mentira.

Las televisiones emiten imágenes de una nave en Bérgamo en la que se amontonan féretros de las víctimas de la enfermedad. Camiones del Ejército transportan cajas mortuorias a otras provincias, ante la imposibilidad de incinerarlas allí. Ya con más de cien mil infectados y diez mil muertos por la epidemia, en España ni siquiera se ha publicado una fotografía de algo semejante. El mando único no quiere imágenes de muerte, solo estadísticas y cifras. Prohibido organizar velatorios de los familiares fallecidos. Prohibido acudir a despedirles en su último adiós. En el Palacio de Hielo de Madrid, sobre la pista de patinaje en la que hasta hacía nada discurrían rítmicamente las piernas de jóvenes adolescentes, se amontonan centenares de cadáveres envueltos en bolsas de plástico del Ejército. El gobierno busca desesperadamente aprovisionarse de féretros. Que no se sepa porque los especuladores están siempre al acecho.
El tonto oficial sigue diciendo tonterías, aunque muchos se las creen.
Además de feminista el gobierno es oscurantista. Parece un patriarcado. Las ruedas de prensa se celebran telemáticamente sin la presencia siquiera virtual de los periodistas, quienes han de enviar sus preguntas por escrito. El funcionario de turno selecciona las cuestiones que él mismo plantea de viva voz, redactándolas a su gusto. No hay repreguntas tras las contestaciones generalmente irrelevantes y evasivas del poder. La ignorancia y el pasmo de quienes lo ejercen son lo único transparente.

Escribo estas líneas abochornado por el deleznable espec­táculo que los responsables de la gobernación del mundo nos regalan a diario, con desprecio a la incalculable pérdida de vidas humanas y al sufrimiento de una sociedad perpleja y aturdida, víctima de sus errores. La desaparición del antiguo orden mundial que emergió en los años cuarenta ha dado lugar a lo que podríamos denominar un nuevo e imprevisible desorden. En casi cualquier lugar de la Tierra las protestas contra el poder establecido, sea cual sea su naturaleza, han crecido de manera fulgurante, alimentadas por la publicidad de las redes sociales a través de las que se convocan. La mediocridad de gran parte de la clase política, elevada mediante el ejercicio del sufragio a las más altas magistraturas en muchas democracias occidentales, es a la vez causa y consecuencia de la situación.
Hay quien se pregunta cómo es posible que tantos países, y tan importantes, estén gobernados por auténticos idiotas. Olvidan que las instituciones de la democracia se basan a fin de cuentas en la gestión de la ignorancia. El sistema, lejos de aportar por sí mismo soluciones a los conflictos, es un método bastante elemental: se limita al hecho de que los gobernantes sean elegidos y destituidos por la voluntad ciudadana mediante elecciones periódicas, libres y secretas. No garantiza la solución de los problemas…
Con las redes sociales y la eclosión de las nuevas tecnologías. Tertulianos y tuiteros de lo más extravagante se han convertido en oráculos de sabiduría, influencers (influyentes) halagados por los aspirantes al poder, aunque a veces el origen de su prestigio no sea otro que el tamaño de su culo, del que personajes como Kim Kardashian han logrado hacer magnífico negocio. Esta situación es caldo de cultivo predilecto de los enemigos de la democracia. Abrumados como estamos por la vulgaridad de semejantes individuos, no faltan salvadores que pretenden combatirla, y aun censurarla, en nombre de la excelencia. Habida cuenta además del destrozo que generan las redes sociales, el pánico desatado por el ecosistema de Internet entre los guardianes de la ortodoxia analógica es muy parecido al que recorrió Europa tras la invención de la imprenta.

Los ciudadanos nunca se equivocan cuando votan. Son los líderes quienes anteponen muchas veces su mezquindad y endiosamiento pueril a la interpretación de los deseos y las aspiraciones de los electores, confundiendo con descaro el interés general con sus particulares ambiciones. Ahí reside el motivo fundamental del desapego que siente el electorado hacia la clase política, incapaz como esta es de hacer autocrítica y sustituir a sus demediados dirigentes. La expulsión de los disidentes de los partidos, la tendencia al autoritarismo interno, los rencores ideológicos y personales, la búsqueda de la confrontación en vez del acuerdo, y la apropiación partidista y estúpida del significado de la democracia, cuyas reglas de juego exigen una interpretación común, son signos recurrentes de las patologías que aquejan al sistema.
En las elecciones europeas los votantes suelen ir a las urnas en clave nacional, sin atender a las necesidades de la Europa unida sino a sus problemas en casa. No existe hoy por hoy un demos europeo como tal, una ciudadanía reconocible capaz de protagonizar ese proyecto unitario que es político además de económico, y que exige dosis masivas de solidaridad entre los Estados. Los estereotipos proclamados por los países del norte desarrollado, en el sentido de que sus ciudadanos ahorran para que su dinero lo malgasten los indolentes pueblos del sur, no han dejado de hacer mella en la opinión pública desde la crisis de 2008 y el salvamento de las finanzas griegas. La arrogancia de quienes así piensan se vuelca sobre todo contra los inmigrantes, necesarios por otra parte para poder financiar el Estado de bienestar en una Europa envejecida y acostumbrada a ser beneficiaria de un gasto social cada vez más difícil de atender por los gobiernos.
Las veleidades antidemocráticas de los gobiernos polaco y húngaro; las debilidades institucionales de los antiguos países del bloque soviético incorporados a las libertades tras la caída del muro de Berlín; la definición de las relaciones con Moscú, deteriorada tras los sucesos de Ucrania y Bielorrusia; la incapacidad para hacer frente al histrionismo de Trump y sus dañinas ocurrencias para el desarrollo del comercio mundial, o el posicionamiento en la nueva geopolítica global son asuntos pendientes para la Bruselas comunitaria.

Frente a la estupidez y torpeza de muchos dirigentes aludidos en este ensayo, se puede criticar a los líderes chinos por muy fundadas razones, pero de ninguno podría afirmarse que es un idiota. En Beijing, la meritocracia ha sido desde antiguo una norma de funcionamiento interno del politburó y ha determinado la formación de los diversos gobiernos, contorneada como es obvio por las conspiraciones y peleas intestinas, una forma de selección natural también, si bien se mira. Tras la experiencia del maoísmo, la revolución cultural de la que fue víctima el propio Deng, y la truculenta banda de los cuatro, hubo acuerdo para que en adelante se procediera a la renovación periódica de los máximos gobernantes mediante un sistema de selección de un secretismo y opacidad absolutos a los ojos occidentales. Cuando se les critica a los gobernantes chinos por la ausencia de democracia ellos suelen argüir que el debate interno en el partido y el sistema de filtros y comisiones del mismo garantizan un cierto pluralismo y una toma de decisiones con amplio apoyo de las bases.
El reverdecer mundial del nacionalismo, incluido el americano, había comenzado antes de que el virus asolara el planeta. Venía impulsado, como repetidamente he dicho, por el miedo a la globalización, a la que se hacía directamente culpable de la crisis financiera de 2008, que acarreó las políticas de austeridad en el mundo desarrollado. El empobrecimiento de las poblaciones afectó a la conciencia democrática y nacional de los ciudadanos y ese miedo cundió con mayor rapidez y extensión que la actual epidemia. Es abundante la literatura política, económica y social de la época, advirtiendo de que otra globalización era posible y poniendo énfasis en los desajus­tes generados por el excesivo crecimiento de la economía financiera. Las desigualdades sociales aumentaron en todo Occidente hasta el punto de que algunos informes contables señalaban que el uno por ciento de la población detentaba (y utilizo bien el término) más del 80 por ciento de toda la riqueza mundial.
La influencia china seguirá fortaleciéndose en África y América Central y del Sur, donde se ubican las poblaciones más pobres del planeta. El continente americano ha sido el más golpeado por la pandemia, en momentos en los que ya enfrentaba un conjunto de crisis muy preocupantes. Los disturbios habidos en 2019 en Ecuador, Chile y Colombia; la crisis boliviana, el enfrentamiento entre legislativo y ejecutivo en Perú, el estancamiento de la situación en Venezuela, la derrota del Frente Amplio en Uruguay, y las tendencias neofascistas en Brasil, junto a la recesión económica en México, habían puesto de relieve la inestabilidad endógena de los regímenes de la región, un área vital para el futuro de España. No obstante, nuestro país continúa perdiendo protagonismo allí debido a políticas ignorantes de los últimos gobiernos, tanto del PP como socialistas.

La corrupción política es un mal endémico latinoamericano, pero resulta injusto estigmatizar por ello únicamente a aquellos países. En Europa, singularmente en Francia, España, Portugal o Italia, pero también en Alemania, y más aún en los países recientemente incorporados a la Unión provenientes del antiguo imperio soviético, sobran ejemplos de conductas similares.
Corrupciones aparte, en medio de estos movimientos que pueden convertirse en telúricos si no se toman las medidas adecuadas, es cada vez más lacerante el deterioro de la influencia española. Mucho tiene que ver con la retirada emocional y diplomática de aquella región por parte de los últimos gobiernos.
Hablando de Cataluña, lo que se debate desde hace al menos un siglo es su hecho diferencial, como históricamente se le ha venido llamando. Se trata de algo que inevitablemente encuentra límites en el ejercicio del poder político por parte de quien legítimamente lo ostenta, y seguirá siendo así mientras no naufrague el Estado español, algo que desde luego sería un episodio de consecuencias mundiales. Pedro Sánchez se encuentra desde su atribulada investidura ante la necesidad de un pacto que logre el desbloqueo del proceso catalán. Cuando pase, si pasa, aunque no se resuelva, el larguísimo paréntesis de la pandemia, la cuestión seguirá vigente. Como Sánchez tuvo que encaramarse al cargo gracias a una conjunción de apoyos extravagantes que conforman casi una mayoría antisistema, sus reacciones y declaraciones respecto al hecho diferencial y a la interpretación del vocablo nación, tan preñado de ambigüedades, no hicieron en el pasado reciente sino acumular confusión y caos a la hora de interpretar cuál es el proyecto socialista, si es que definitivamente existe.
La voluntad de autogobierno de los ciudadanos catalanes no es una impostación ni un invento ideológico. Responde a una tradición que echa raíces en una cultura centenaria y que, entre otras cosas, alumbró los primeros brotes federalistas con Pi i Margall primero y Prat de la Riba más tarde.
En definitiva, son necesarias reformas urgentes encaminadas a restaurar la solvencia y eficacia de la monarquía parlamentaria, víctima de la centrifugación del poder, por la insurrección civil que alimenta la Generalitat catalana y comienza a contagiarse a otras autonomías, y por la incapacidad de los responsables políticos. Tres cuestiones parecen cruciales: la consideración del carácter federal del Estado de las Autonomías, instituyendo al Senado como cámara efectivamente territorial; la reforma de la ley electoral, eliminando tanto las circunscripciones provinciales como las listas cerradas y bloqueadas; y la elaboración de un estatuto de la Corona, que clarifique las funciones y capacidades de la Jefatura del Estado. Recientes acontecimientos relacionados con el Rey emérito y la campaña de desprestigio contra la institución, instrumentada por quienes facilitaron la investidura de Sánchez, así lo ponen de relieve.

La sociedad digital es el primer responsable del nuevo desorden mundial. Nada es igual ya en las finanzas, en el comercio, en la distribución del trabajo, en la ciencia y la educación, en el entretenimiento y las relaciones entre las personas. Estamos al principio de un camino que nos adentrará en territorios aún desconocidos mediante el desarrollo de la inteligencia artificial, las redes 5G y la computación cuántica. Acostumbrados a que sean las leyes quienes rigen y ordenan la convivencia, no acabamos de asumir que en el nuevo mundo la norma fundamental la definirá —ya lo está haciendo— el software. Un mundo que elimina antiguas jerarquías, intermediaciones pesadas y onerosas, representaciones falaces y comisiones abusivas: el mundo en red.
Al margen de consideraciones culturales y económicas la complejidad fundamental de la situación para el ejercicio de la democracia es la formación de la opinión pública. Ya no es la prensa (en su sentido lato, que incorpora también radio y televisión) la principal inspiradora. Naturalmente sigue teniendo un papel relevante pero cada día lo es menos frente a la actividad continuada y esquizofrénica de las redes sociales, donde la verdad y la mentira, la calumnia y la injuria, la realidad y la fantasía conviven en un totum revolutum de difícil discernimiento. Los maestros de nuestro tiempo, para millones de gentes, no se llaman Jean-Paul Sartre ni Ortega y Gasset, sino influencers . La mayoría tiene menos de treinta años, cuerpos esbeltos y sonrisas de plástico. Los candidatos a las elecciones les cortejan y posan con ellos, los directores comerciales pelean por sus favores y los adolescentes no se cortan el pelo ni se visten a lo Beatle o lady Di, sino de acuerdo con la estética del rap, que ha hecho del desarraigo callejero una máquina de fabricar dólares.

Debemos reivindicar el derecho a la blasfemia, independientemente de su oportunidad o corrección política. En la legislación de un Estado laico, Dios no puede ser sujeto de derechos individuales y los creyentes no pueden atribuirse como personales las ofensas que se profieren contra él, por mucho que le veneren. La blasfemia puede ser inoportuna o de mal gusto, pero nunca un delito. La zafiedad no está condenada por las leyes democráticas en tanto no vulneren derechos ajenos, y establecer una limitación legal a la blasfemia, amén de ser una estupidez, responde a una pulsión totalitaria, quizás fruto, como tantas otras cosas, del espanto provocado en nuestras autoridades por los ataques del terrorismo fundamentalista.
El verdadero problema es la manipulación que desde los diversos poderes se hace de los sentimientos y la fe religiosa.
Los límites que quieren imponerse a la libertad de expresión en nombre del lenguaje políticamente correcto vienen motivados no solo por cuestiones de creencias o identidades religiosas. Movimientos inicialmente progresistas y el feminismo en boga reclaman a menudo coerciones semejantes.

El deterioro progresivo del sistema, después de que la caída del muro de Berlín suscitara una explosión de esperanzas, se debe al abandono de las políticas socialdemócratas que las formaciones centrales de la mayoría de los países democráticos han venido practicando durante décadas, con periodos de alternancia entre el centro derecha y el centro izquierda. En la Europa de posguerra, el acuerdo y la colaboración entre los partidos socialistas y demócrata-cristianos, junto con el apoyo financiero de los Estados Unidos, favoreció la construcción del Estado de bienestar, generador de la estabilidad política que hemos disfrutado durante décadas. Este modelo, que Obama trató de imitar en parte con sus proyectos para el sistema nacional de salud, había sido dinamitado por las políticas ultraliberales que Thatcher y Reagan pusieron en práctica. También por la pérdida de identidad de la socialdemocracia, cuyos postulados básicos fueron incorporados por los partidos moderados de la derecha. La revolución digital y la globalización configuraron más tarde las bases de una nueva realidad. En los países democráticos más avanzados, incapaces los gobiernos de regular los mercados, ausente también una autoridad global que lo hiciera, son precisamente los mercados los que han terminado por controlar y organizar los procesos políticos. La no existencia de una autoridad global reguladora de la economía es lo que hace ahora que a los ojos de muchos ciudadanos aparezcan las dictaduras, como la de China, más eficientes que nuestras democracias para enfrentarse a las crisis. Es además la demostración palpable de que aunque no pueda existir democracia sin mercado libre este por sí solo no supone el triunfo de la primera.
El futuro del capitalismo pasa por recuperar sus valores iniciales, anclados no solo en el afán individual de lucro y mejora personal, sino en la necesidad de su regulación, que ya preconizara el propio Adam Smith. En los tiempos de la globalización es preciso reinventar una moral del capitalismo.
El desorden mundial, acrecentado en los últimos meses, tardará en mitigarse y es probable que empeore en el corto plazo. En este clima de inseguridad y falta de perspectivas, la clase política tiende a ser considerada una lacra o un peso para el funcionamiento de los países, cuya economía muchos piensan que puede crecer y desarrollarse al margen de la existencia o la estabilidad de los gobiernos. Se extiende la idea de que los políticos son generalmente ineptos o corruptos. Desgraciadamente abundan también los vagos y los bobos.
Solo la política, y por tanto los políticos, serán capaces de sacarnos de esta situación. Es necesario para ello recuperar su prestigio y funcionalidad, descubrir valores jóvenes y acudir a la experiencia de los mayores en busca del liderazgo que acabe con los oportunistas. Porque no saldremos de donde estamos sin reformas estructurales que necesitan el consenso de todos.
El nuevo orden no podrá parecerse al ya periclitado. Tardará en producirse y tendremos que aprender a convivir con lo impredecible. La cooperación le comerá terreno a las jerarquías y el tiempo y las distancias desaparecerán en muchas manifestaciones de nuestras vidas. Pero el futuro nunca está escrito, depende de nosotros, por lo que no podemos dejarnos arrastrar por la depresión ni la fatiga.

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In this brief essay by the author it is to be highlighted:
* Short, edifying and direct essay; This is how this work is, which reviews the world political situation, using Spain as its central axis.
* It is worrying to note how National Policy is directed by enlightened fools, guided by outdated, pernicious and above all useless ideologies. It is something that remains manifest in the work, in a serene and reasoned way, from the author’s political spectrum.
* The examples on Foreign, Homeland and European Policy show that idiots are in command, something that no country can afford.

In short, a pleasant, worrisome reading that serves to place so much illustrated fool in context. Perhaps we’re human beings in a «confederancy of dunces».

The feminist and progressive government of Pedro Sánchez and the people who supported him had planned a show of force in the streets. Was it prudent to keep it in the face of the threat of the epidemic? Was it possible to go to the demonstration without risk of contagion? The idiot official once again reassured consciences: that each one should do what they wanted. That Sunday thousands of Spaniards and Spaniards, with the government almost in full power, filled the streets. The same day that Italy quarantined Lombardy and other adjacent provinces. Sixteen million people trapped. Wow! The Spaniards said, it can’t be that bad.
At the press conference on Monday the 9th the fool’s smile froze. One thousand two hundred positive cases of coronavirus in Spain and twenty-eight deaths. The Community of Madrid closed all educational centers urgently. The journalists asked the feminist and progressive government how they allowed and encouraged the demonstrations the day before in such a situation. The Minister of Health gave an explicit answer: the data had only been known on Sunday afternoon, just hours after the concentration. In addition to the coronavirus, a new epidemic began to spread: that of lies.

The televisions broadcast images of a ship in Bergamo in which coffins of the victims of the disease were piled up. Army trucks transport mortuary boxes to other provinces, as it is impossible to incinerate them there. With more than 100,000 infected and 10,000 dead from the epidemic, Spain has not even published a photograph of something similar. The single command does not want images of death, only statistics and figures. Organizing wakes for deceased family members is prohibited. Forbidden to go to say goodbye to them in their last goodbye. In the Ice Palace in Madrid, on the skating rink where until recently the legs of young adolescents ran rhythmically, hundreds of corpses wrapped in Army plastic bags are piled up. The government desperately seeks to stock up on coffins. Let it not be known because speculators are always on the lookout.
The official fool continues to speak nonsense, although many believe it.
In addition to being feminist, the government is obscurantist. It looks like a patriarchy. Press conferences are held telematically without the journalists being even virtual, who have to send their questions in writing. The duty officer selects the questions that he himself raises out loud, writing them to his liking. There are no cross-questions after the generally irrelevant and evasive answers from power. The ignorance and astonishment of those who exercise it are the only transparent thing.

Faced with the stupidity and clumsiness of many leaders alluded to in this essay, the Chinese leaders can be criticized for very well-founded reasons, but none of them could be said to be an idiot. In Beijing, the meritocracy has long been a rule of the internal functioning of the politburo and has determined the formation of the various governments, outlined as is obvious by conspiracies and internal fights, a form of natural selection too, if you look at it. After the experience of Maoism, the cultural revolution of which Deng himself was the victim, and the gruesome gang of the four, there was an agreement that from now on, the top rulers would be periodically renewed through a system of selection of secrecy. and absolute opacity to western eyes. When the Chinese rulers are criticized for the lack of democracy, they often argue that the internal debate in the party and its system of filters and commissions guarantee a certain pluralism and decision-making with broad support from the rank and file.
The global greening of nationalism, including American, had begun before the virus ravaged the planet. It was driven, as I have repeatedly said, by the fear of globalization, which was directly blamed for the 2008 financial crisis, which led to austerity policies in the developed world. The impoverishment of the populations affected the democratic and national conscience of the citizens and that fear spread faster and more extensively than the current epidemic. The political, economic and social literature of the time is abundant, warning that another globalization was possible and emphasizing the imbalances generated by the excessive growth of the financial economy. Social inequalities increased throughout the West to the point that some accounting reports indicated that one percent of the population held (and I use the term well) more than 80 percent of all the world’s wealth.
Chinese influence will continue to strengthen in Africa and Central and South America, where the poorest populations on the planet are located. The American continent has been the hardest hit by the pandemic, at a time when it was already facing a series of very worrying crises. The riots in 2019 in Ecuador, Chile and Colombia; The Bolivian crisis, the confrontation between the legislature and the executive in Peru, the stagnation of the situation in Venezuela, the defeat of the Broad Front in Uruguay, and the neo-fascist tendencies in Brazil, together with the economic recession in Mexico, had highlighted the instability endogenous to the regimes of the region, a vital area for the future of Spain. However, our country continues to lose prominence there due to ignorant policies of the last governments, both the PP and socialists.

Political corruption is an endemic Latin American evil, but it is unfair to stigmatize only those countries for it. In Europe, particularly in France, Spain, Portugal or Italy, but also in Germany, and even more so in the countries recently incorporated into the Union from the former Soviet empire, there are plenty of examples of similar behavior.
Corruptions aside, in the midst of these movements that can turn into telluric if the appropriate measures are not taken, the deterioration of the Spanish influence is increasingly lacerating. Much has to do with the emotional and diplomatic withdrawal from that region by recent governments.
Speaking of Catalonia, what has been debated for at least a century is its differential fact, as it has historically been called. It is something that inevitably finds limits in the exercise of political power by those who legitimately hold it, and it will continue to be so as long as the Spanish State is not shipwrecked, something that would certainly be an episode of global consequences. Pedro Sánchez has been facing the need for a pact that will unblock the Catalan process since his troubled inauguration. When it happens, if it happens, even if it is not resolved, the very long parenthesis of the pandemic, the question will remain in force. As Sánchez had to rise to office thanks to a combination of extravagant supporters that make up almost an anti-system majority, his reactions and statements regarding the differential fact and the interpretation of the word nation, so pregnant with ambiguities, did not in the recent past but accumulate confusion and chaos when it comes to interpreting what the socialist project is, if it definitely exists.
The will of Catalan citizens to self-government is not an imposition or an ideological invention. It responds to a tradition that has roots in a century-old culture and that, among other things, gave birth to the first federalist outbreaks with Pi i Margall first and Prat de la Riba later.
Ultimately, urgent reforms are needed to restore the solvency and effectiveness of the parliamentary monarchy, victim of the centrifugation of power, by the civil insurrection that fuels the Catalan Generalitat and begins to spread to other autonomies, and by the inability of those responsible politicians. Three issues seem crucial: the consideration of the federal character of the State of Autonomies, instituting the Senate as an effectively territorial chamber; the reform of the electoral law, eliminating both the provincial constituencies and the closed and blocked lists; and the elaboration of a statute of the Crown, that clarifies the functions and capacities of the Headquarters of the State. Recent events related to the King Emeritus and the smear campaign against the institution, implemented by those who facilitated the investiture of Sánchez, thus highlight this.

The digital society is the first responsible for the new world disorder. Nothing is the same anymore in finance, in commerce, in the distribution of work, in science and education, in entertainment and relationships between people. We are at the beginning of a path that will take us into still unknown territories through the development of artificial intelligence, 5G networks and quantum computing. Accustomed to the laws that govern and order coexistence, we do not quite assume that in the new world the fundamental norm will be defined – it is already doing so – by software. A world that eliminates old hierarchies, heavy and costly intermediation, fallacious representations and abusive commissions: the world in network.
Apart from cultural and economic considerations, the fundamental complexity of the situation for the exercise of democracy is the formation of public opinion. The press (in its broad sense, which also incorporates radio and television) is no longer the main inspiration. Naturally, it continues to play a relevant role but every day it is less so in the face of the continued and schizophrenic activity of social networks, where truth and lies, slander and injury, reality and fantasy coexist in a totum revolutum that is difficult to discern. . The masters of our time, for millions of people, are not called Jean-Paul Sartre or Ortega y Gasset, but influencers. Most are under thirty, slim bodies, and plastic smiles. The candidates for the elections court them and pose with them, the commercial directors fight for their favors and the adolescents do not cut their hair or dress in the Beatle or Lady Di, but according to the aesthetics of rap, which has made the street uprooting a machine for making dollars.

We must claim the right to blasphemy, regardless of its timing or political correctness. In the legislation of a secular State, God cannot be subject to individual rights and believers cannot claim personal offenses against him, no matter how much they venerate him. Profanity may be inappropriate or in bad taste, but never a crime. Crassness is not condemned by democratic laws as long as they do not violate the rights of others, and establishing a legal limitation to blasphemy, in addition to being stupid, responds to a totalitarian drive, perhaps the result, like so many other things, of the terror caused in our lives. authorities for the attacks of fundamentalist terrorism.
The real problem is the manipulation that different powers are made of feelings and religious faith.
The limits that they want to impose on freedom of expression in the name of politically correct language are motivated not only by questions of religious beliefs or identities. Initially progressive movements and fashionable feminism often call for similar constraints.

The progressive deterioration of the system, after the fall of the Berlin wall sparked an explosion of hope, is due to the abandonment of the social democratic policies that the central formations of most democratic countries have been practicing for decades, with alternating periods between the center right and the center left. In post-war Europe, the agreement and collaboration between the socialist and Christian Democratic parties, together with the financial support of the United States, favored the construction of the welfare state, generating the political stability that we have enjoyed for decades. This model, which Obama tried to emulate in part with his projects for the national health system, had been dynamited by the ultra-liberal policies that Thatcher and Reagan put into practice. Also due to the loss of identity of the Social Democracy, whose basic postulates were incorporated by the moderate parties of the right. The digital revolution and globalization later set the foundations for a new reality. In the most advanced democratic countries, where governments are incapable of regulating markets, and a global authority to do so is also absent, it is precisely the markets that have ended up controlling and organizing political processes. The non-existence of a global regulatory authority for the economy is what makes dictatorships, such as China, now appear in the eyes of many citizens, more efficient than our democracies to face crises. It is also the palpable demonstration that although there cannot be democracy without a free market, this by itself does not mean the triumph of the former.
The future of capitalism involves recovering its initial values, anchored not only in the individual desire for profit and personal improvement, but also in the need for its regulation, which Adam Smith himself had already advocated. In the times of globalization it is necessary to reinvent a morality of capitalism.
Global disorder, which has increased in recent months, will take time to ease and is likely to worsen in the short term. In this climate of insecurity and lack of prospects, the political class tends to be considered a scourge or a burden for the functioning of countries, whose economy many think can grow and develop regardless of the existence or stability of governments. The idea is spread that politicians are generally inept or corrupt. Unfortunately, lazy people and fools also abound.
Only politics, and therefore politicians, will be able to get us out of this situation. In order to do this, it is necessary to recover its prestige and functionality, discover young values and turn to the experience of the elderly in search of leadership that will destroy opportunists. Because we will not get out of where we are without structural reforms that need everyone’s consensus.
The new order will not be able to resemble the one already outdated. It will take time to occur and we will have to learn to live with the unpredictable. Cooperation will eat up hierarchies and time and distances will disappear in many manifestations of our lives. But the future is never written, it depends on us, so we cannot allow ourselves to be carried away by depression or fatigue.

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