Un libro muy interesante, Oliver Nachtwey, cuya investigación por las empresas post-crecimiento DFG universitarios en Jena, el Instituto de Hamburgo para la Investigación Social y el Instituto de Investigación Social de Frankfurt / Main se promueven, ha escrito un análisis convincente y riguroso de los desarrollos socio-económico de las últimas décadas. Como economista y consultor de gestión, puedo entender esto teóricamente y en la práctica.
Se IMCH no es sorprendente que otros economistas no comparten los hallazgos Nachtwey en este sitio web: como regular en la FAZ (etc.) se informa es una economía puramente orientada cuantitativamente estandarizada a nivel mundial con sus modelos de equilibrio ya no es capaz sobre la evolución económica describir adecuadamente, y mucho menos predecir, períodos de tiempo más largos.
El poder del diagnóstico de Nachtwey radica en la aplicación de métodos interdisciplinarios (económicos, sociológicos). Ayuda a abordar la subyugación social y la distribución de la riqueza, que hoy en día a menudo son tabú y quedan en un segundo plano.
Si se usan parámetros cuantitativamente verificables de Marx (sobreacumulación, caso de la tasa de ganancia, etc.) y se respaldan con estadísticas públicas alemanas, se muestran los mecanismos de acción que de otro modo se ocultan. Para Nachtwey, la «cuestión social» es de actualidad, pero no de «lucha de clases», que él considera una categoría de la historia social.
Si no respondemos socialmente a la creciente incomodidad de muchas personas (véase también la contribución de Deutschlandfunk del 11 de agosto, ciertamente no marxista), veo el peligro de que las tensiones sociales sigan empeorando.
Por lo tanto, el libro es adecuado para los responsables de la toma de decisiones políticas y económicas, ya que los patrones de desarrollo existentes se vuelven más tangibles, desde una perspectiva individual, empresarial o política. Finalmente, dado que el libro está escrito con fluidez.
Lo principal en la vida es vivir tranquilos y seguros. Según una encuesta sobre los objetivos profesionales realizada en el 2014, uno de cada tres estudiantes manifestaba que lo más importante en la vida era encontrar un puesto de trabajo en el sector público. Las profesiones vanguardistas, las empresas arriesgadas y la autonomía creativa cada vez pierden más atractivo para los estudiantes. El sector público les parece uno de los pocos lugares en que se puede esperar estabilidad en el empleo, seguridad y un ascenso previsible. Esta perspectiva profesional algo aburguesada de los jóvenes universitarios no constituye más que una pequeña muestra de una sociedad en la que parece predominar el miedo colectivo al descenso social.
Alemania se ha venido considerando un país en el que la pobreza solo tiene un papel marginal. Asimismo, la euforia por la nueva «plena ocupación», tal y como se proclama en libros y prensa,[1] no deja ver fácilmente el sensible aumento en este país de la desigualdad social, el fuerte crecimiento del sector del salario bajo y la manera alarmante en que se ha generalizado la precariedad. Bajo la superficie de una sociedad estable, hace tiempo que se están erosionando los cimientos de la integración social y se están multiplicando las caídas y los descensos en el seno de la sociedad.
Lo que hasta la fecha les falta a todas estas protestas es la idea de un futuro logrado. Parece que únicamente se aspira a que vuelvan los tiempos supuestamente mejores de la modernidad social. Por eso, al final, las revueltas no pasan de ser espontáneas y episódicas. A un periodo de múltiples protestas sociales le sigue otro de una extraña calma chicha. Sin embargo, mientras no se hayan resuelto los problemas que sirven de mecha a las protestas, seguramente se seguirá manteniendo la tensión social actual. Cabe esperar que las revueltas no devengan ellas también en un «momento» regresivo.
A finales del siglo XX, la clase obrera, tal y como se la conocía desde hacía más de un siglo, se encontró en un periodo de cambio radical, incluso de erosión a largo plazo. Pero esta transformación no estuvo relacionada únicamente con el ascenso social y el cambio en su estilo de vida, sino que también entraron en juego otros muchos factores. La industria tradicional perdió cada vez más importancia. Las fábricas clásicas seguían existiendo igual que antes, pero aumentaba continuamente el número de personas que trabajaban en el sector público o en el terciario, donde predominaban las profesiones de «cuello blanco».
Dos figuras tan relevantes como el expresidente del Banco Mundial y exsecretario del Tesoro estadounidense Larry Summers y el premio Nobel de Economía Paul Krugman eligieron no hace mucho el drástico concepto de estancamiento secular para caracterizar la fase actual de desarrollo capitalista. Y es que temían que los Estados industrializados estuvieran sometidos a un periodo perdurable (de ahí lo de «secular») de crecimiento económico muy bajo. Según su valoración, un capitalismo (casi) sin crecimiento podría convertirse en la «nueva normalidad» (Summers, 2013; Krugman, 2013). Este diagnóstico no es nada fortuito, pues al fin y al cabo, en el octavo año de la gran crisis, la economía no ha reflotado todavía.
En el pasado, el crecimiento fue el recurso fundamental para moderar las desigualdades estructurales en cuanto que, con una creciente productividad, se posibilitaba la ocupación y la integración social y, por tanto, el ascenso social. Pero si falta el crecimiento, aumentan las tensiones sociales, pues el ascenso y la redistribución de ingresos y capital se convierten entonces en un juego de suma cero.
La modernidad suele equipararse con la democracia, y considerarse un sinónimo de la razón y la ilustración así como de la institucionalización de la libertad, la autonomía y los derechos humanos. Se caracteriza por la fe en el progreso y en la evolución hacia una fase social más elevada mediante la diferenciación social. Los mercados libres, la racionalización y la burocracia deben garantizar la libertad del individuo independientemente de las barreras sociales.
En las nuevas formas de la gestión empresarial se ve que no se han hecho realidad las perspectivas de la sociedad de servicios posindustrial; una sociedad basada en el saber y humanizada, tal y como la habían ideado Alain Touraine (1972) o Daniel Bell (1975). La idea de que se iba a imponer la lógica de una prestación de servicios interactiva y comunicativa que humanizara todo el mundo del trabajo a través de actividades reflexivas y autodeterminadas se ha revelado, en efecto, una pura ilusión. La humanización mediante las prestaciones de servicios ha resultado ser una trampa precisamente porque la personalidad y las interacciones interpersonales se han convertido en un nuevo recurso de dominio. El denominado «trabajo emocional», en el que la empatía de los empleados forma parte de la actividad (como, por ejemplo, entre los cuidadores y cuidadoras), es un instrumento de dominio en el proceso laboral (véase Hochschild, 1990). La proximidad de los clientes no convierte la actividad automáticamente en algo humano, sino que en parte ocurre más bien lo contrario: el trabajador se convierte en un «servidor de dos señores»: el empresario y el cliente.
La formulación «el gobierno de los mercados», estamos viviendo un cambio estructural fundamental: el paso de un genitivus objectivus a un genitivus subjectivus; en la modernidad social, la principal exigencia política de los partidos mayoritarios consistió —considerando las experiencias de la crisis de 1920 y los años siguientes— en regular los mercados, en acotarlos. Sin duda los partidos socialdemócratas ya no soñaban con una transformación socialista, pero creían en la posibilidad de una política contra los mercados (Esping-Andersen, 1985). Ante la perspectiva del neoliberalismo y de la rebelión del capital, de la globalización y de la competencia por la localización de las empresas, la política se ha visto cada vez más obligada a concebirse como un gobierno al servicio de los mercados, como la representante de sus intereses (Webb, 2006). La democracia —según la formulación de la canciller alemana Angela Merkel— se ha vuelto conforme al mercado.
En la modernidad social, se generalizaron los derechos económicos y sociales de los ciudadanos, es decir, que cada vez se extendieron más a nuevos grupos. La situación de los distintos grupos de trabajadores se ajustó hacia arriba, es decir, que los trabajadores sin formación solían tener en general los mismos derechos de participación y de la seguridad social que los empleados fijos.Ahora se ha vuelto a invertir este proceso.
En consecuencia, los amenazados por el descenso se aferran violentamente a su estatus, pasado o imaginado, de miembros de la clase media. Algunos se orientan ritualmente al ascenso, aun cuando hace tiempo que en su fuero interno dijeron adiós a esta perspectiva. Y ello se podría considerar en cierto sentido un efecto secundario de la individualización de la antigua sociedad del ascenso. La figura social del trabajador ya no sirve para una autobiografía positiva.
A los socialmente descendidos, o que trabajan en los segmentos inferiores del mercado laboral, ya no les quedan muchas cosas. Antes, los trabajadores eventuales aún tenían una idea positiva acerca de su futuro: habían interiorizado la aspiración al ascenso, así como la responsabilidad personal. Hoy, en cambio, se sienten marginados, desclasados, discriminados…, y desesperanzados. Apenas si creen ya en un futuro mejor para sí mismos.
Por ahora siguen surgiendo situaciones precarias o proletarias, pero estas no permiten reconocer ninguna afinidad política. Se trata, pues, de una «sociedad de clases sin tensión de clases», en la que las clases no se constituyen a través de una acción colectiva (Bude, 2012). Pero la precariedad y los descensos están conduciendo a una multiplicidad de levantamientos o actos de rebelión.
Las protestas en cuestión no tienen por qué ser necesariamente, en sentido estricto, de naturaleza económica o de política redistributiva; también pueden ser sobre cuestiones relacionadas con el origen, el estatus social o la legitimación. Cada sociedad asigna a sus integrantes unos rangos y posiciones diferentes. Por regla general, las personas que no pertenecen a las capas más altas de la sociedad aceptan también la ordenación jerárquica del estatus, pero lo hacen partiendo de un «contrato social implícito» (Moore, 1982) según el cual también los grupos de abajo tienen unos derechos específicos que deben ser atendidos, y los de arriba unos deberes específicos que han de cumplir.
¿Se puede decir entonces que con la sociedad del descenso están volviendo la cuestión social y los conflictos (de clase) a ella asociados? Por una parte, se puede contestar que sí, que la cuestión social ha vuelto; pero por la otra hay que añadir que no según la forma en que se la conocía antes. La lucha de clases del siglo XIX y principios del XX, juntamente con el proletariado tradicional, ya no van a volver. La rueda histórica marcada por la diferenciación y la pluralización social no puede volver hacia atrás; bajo las condiciones actuales de la individualización estructurada desde el punto de vista del Estado social, la cuestión social se plantea de otro modo. Nuevos actores colectivos están surgiendo en unos conflictos mayores que discurren a lo largo de numerosos episodios, en los que se desarrollan unas prácticas e interpretaciones comunes.
Los nuevos conflictos surgen en una situación marcada por la falta de claridad y de estabilidad: las tradicionales pertenencias a —e identificaciones con— una clase y los vínculos institucionales y organizativos se han vuelto en general más débiles. La diferenciación de la estructura social, junto con la individualización del modo de vida, ha hecho que se derritan los glaciares de las grandes organizaciones colectivas y de los partidos y sindicatos.
A esto hay que añadir también los conflictos recientes relacionados con la vivienda y la calidad de vida urbana. En la sociedad de servicios industrial, la creación de valor se ha desplazado asimismo a las ciudades, y mientras los alquileres no dejan de subir, los ingresos no dejan de caer o se han estancado. El espacio urbano ha sido desde siempre un buen caldo de cultivo para los conflictos sociales; pues bien, esta tendencia se ha reforzado aún más en la actualidad (véase Harvey, 2013). Varios sectores de población con pocos ingresos se ven expulsados de barrios enteros de las ciudades a causa de la denominada «gentrificación». Esto ha provocado últimamente numerosas protestas a nivel local. En otras partes hay una gran falta de guarderías, o de buenas conexiones de transporte y de espacios públicos. En Hamburgo, por ejemplo, han surgido varios movimientos de protesta contra la expulsión de artistas del barrio cultural alternativo.
Pero la sociedad del descenso genera también otro peligro político que debe tenerse muy en cuenta, a saber, que la modernización regresiva y la política posdemocrática pueden generar una corriente autoritaria que se enajene y vacíe de los fundamentos liberales de nuestra sociedad. Este peligro es el gemelo malvado de la rebelión democrática, alimentado por una mezcla de resentimiento antidemocrático y pulsión religioso-identitaria. De ello se aprovecharía entonces la derecha europea, que aspira a la negación de la democracia liberal.
An interested book, Oliver Nachtwey, whose research by university DFG post-growth companies in Jena, the Hamburg Institute for Social Research and the Social Research Institute of Frankfurt / Main are promoted, has written a compelling and rigorous analysis of socio-economic developments of the last decades. As an economist and management consultant, I can understand this theoretically and in practice.
It is not surprising that other economists do not share the Nachtwey findings on this website: as regular in the FAZ (etc.) it is reportedly a quantitatively oriented globally standardized economy with its equilibrium models it is no longer capable of Economic evolution adequately describe, let alone predict, longer periods of time.
The power of Nachtwey’s diagnosis lies in the application of interdisciplinary methods (economic, sociological). It helps to address social subjugation and the distribution of wealth, which today are often taboo and remain in the background.
If Marx’s quantitatively verifiable parameters are used (overaccumulation, case of the rate of profit, etc.) and are supported by German public statistics, the mechanisms of action that are otherwise hidden are shown. For Nachtwey, the «social question» is topical, but not «class struggle», which he considers a category of social history.
If we do not respond socially to the increasing discomfort of many people (see also the contribution of Deutschlandfunk of August 11, certainly not Marxist), I see the danger that social tensions will continue to worsen.
Therefore, the book is suitable for those responsible for making political and economic decisions, since the existing development patterns become more tangible, from an individual, business or political perspective. Finally, since the book is written fluently.
The main thing in life is to live calm and safe. According to a survey on professional goals conducted in 2014, one in three students said that the most important thing in life was finding a job in the public sector. Avant-garde professions, risky companies and creative autonomy increasingly lose their attraction for students. The public sector seems to them one of the few places where stability in employment, security and a predictable rise can be expected. This somewhat gentrified professional perspective of young university students is no more than a small sample of a society in which collective fear of social descent seems to predominate.
Germany has been considered a country in which poverty only has a marginal role. Likewise, the euphoria over the new «full occupation», as proclaimed in books and press, [1] does not easily reveal the significant increase in this country of social inequality, the strong growth of the low-wage sector and the alarming way in which precariousness has become widespread. Beneath the surface of a stable society, the foundations of social integration have been eroding for a long time and falls and decreases within society are multiplying.
What to date these protests lack is the idea of a successful future. It seems that only the supposedly better times of social modernity are expected to return. For that reason, in the end, the revolts do not happen to be spontaneous and episodic. A period of multiple social protests is followed by another one of a strange calm chicha. However, until the problems that serve as a fuse to the protests have been resolved, the current social tension will surely continue to be maintained. It is to be hoped that the revolts do not also accrue in a regressive «moment».
At the end of the 20th century, the working class, as it had been known for more than a century, found itself in a period of radical change, even of long-term erosion. But this transformation was not only related to the social ascent and the change in their lifestyle, but also many other factors came into play. The traditional industry lost more and more importance. Classical factories continued to exist as before, but the number of people working in the public sector or in the tertiary sector, where white-collar professions predominated, continued to increase.
Two figures as relevant as former World Bank president and former US Treasury Secretary Larry Summers and Nobel laureate in Economics Paul Krugman not long ago chose the drastic concept of secular stagnation to characterize the current phase of capitalist development. And they feared that the industrialized states were subject to an enduring period (hence the «secular») of very low economic growth. According to his assessment, capitalism (almost) without growth could become the «new normality» (Summers, 2013, Krugman, 2013). This diagnosis is not fortuitous, because after all, in the eighth year of the great crisis, the economy has not yet re-floated.
In the past, growth was the fundamental resource for moderating structural inequalities insofar as, with increasing productivity, occupation and social integration and, therefore, social advancement were possible. But if growth is lacking, social tensions increase, since the rise and redistribution of income and capital then becomes a zero-sum game.
Modernity is often equated with democracy, and considered a synonym of reason and illustration as well as the institutionalization of freedom, autonomy and human rights. It is characterized by faith in progress and in the evolution towards a higher social phase through social differentiation. Free markets, rationalization and bureaucracy must guarantee the freedom of the individual regardless of social barriers.
In the new forms of business management it is seen that the perspectives of the post-industrial services society have not come true; a society based on knowledge and humanized, as it had been devised by Alain Touraine (1972) or Daniel Bell (1975). The idea that the logic of an interactive and communicative service provision that would humanize the whole world of work through reflective and self-determined activities was revealed, in effect, is pure illusion. Humanization through the provision of services has proved to be a trap precisely because personality and interpersonal interactions have become a new domain resource. The so-called «emotional work», in which the empathy of employees is part of the activity (as, for example, between caregivers and caregivers), is an instrument of control in the labor process (see Hochschild, 1990). The proximity of the clients does not automatically convert the activity into something human, but in part it happens rather the opposite: the worker becomes a «servant of two masters»: the entrepreneur and the client.
The formulation «the government of the markets», we are experiencing a fundamental structural change: the passage of a genitivus objectivus to a genitivus subjectivus; In the social modernity, the main political demand of the major parties consisted – considering the experiences of the 1920 crisis and the following years – in regulating the markets, in limiting them. No doubt the social democratic parties no longer dreamed of a socialist transformation, but believed in the possibility of a policy against the markets (Esping-Andersen, 1985). Faced with the prospect of neoliberalism and the rebellion of capital, globalization and competition for the location of companies, politics has been increasingly forced to conceive itself as a government at the service of markets, as the representative of their interests (Webb, 2006). Democracy – according to the formulation of the German Chancellor Angela Merkel – has become conformed to the market.
In social modernity, the economic and social rights of citizens were generalized, that is, they were increasingly extended to new groups. The situation of the different groups of workers was adjusted upward, that is, workers without training tended to have in general the same rights of participation and social security as regular employees. This process has now been reversed.
Consequently, those threatened by the descent cling violently to their status, past or imagined, of members of the middle class. Some are ritually oriented to the ascent, even though for a long time they said goodbye to this perspective internally. And this could be considered in a sense a secondary effect of the individualization of the old society of the ascent. The social figure of the worker no longer serves a positive autobiography.
The socially descended, or working in the lower segments of the labor market, do not have many things left. Before, casual workers still had a positive idea about their future: they had internalized the aspiration for promotion, as well as personal responsibility. Today, however, they feel marginalized, declassed, discriminated against … and hopeless. They hardly believe in a better future for themselves anymore.
For now precarious or proletarian situations continue to arise, but these do not allow us to recognize any political affinity. It is, then, a «class society without class tension», in which classes are not constituted through collective action (Bude, 2012). But the precariousness and the declines are leading to a multiplicity of uprisings or acts of rebellion.
The protests in question do not necessarily have to be, in a strict sense, of an economic nature or redistributive policy; They can also be about issues related to origin, social status or legitimacy. Each company assigns its members different ranges and positions. As a general rule, people who do not belong to the upper echelons of society also accept the hierarchical ordering of status, but they do so on the basis of an «implicit social contract» (Moore, 1982) according to which the groups below also have some specific rights that must be taken care of, and the ones of above some specific duties that must be fulfilled.
Can we say then that with the descent society the social question and the (class) conflicts associated with it are returning? On the one hand, it can be answered that yes, the social question has returned; but on the other it must be added that it does not depend on the way in which it was known before. The class struggle of the nineteenth and early twentieth centuries, together with the traditional proletariat, will no longer return. The historical wheel marked by differentiation and social pluralization can not go back; Under the current conditions of structured individualization from the point of view of the social state, the social question is posed in another way. New collective actors are emerging in major conflicts that run through numerous episodes, in which common practices and interpretations are developed.
The new conflicts arise in a situation marked by a lack of clarity and stability: the traditional belongings to and identifications with a class and institutional and organizational links have become generally weaker. The differentiation of the social structure, together with the individualization of the way of life, has melted the glaciers of the large collective organizations and of the parties and unions.
To this must be added the recent conflicts related to housing and the quality of urban life. In the industrial services society, the creation of value has also moved to the cities, and while the rents do not stop rising, the revenues do not stop falling or have stagnated. The urban space has always been a good breeding ground for social conflicts; Well, this tendency has been reinforced even more at present (see Harvey, 2013). Several sectors of the population with few incomes are expelled from entire neighborhoods of the cities because of the so-called «gentrification». This has caused numerous protests at the local level lately. Elsewhere there is a great lack of day-care centers, or good transport connections and public spaces. In Hamburg, for example, several protest movements have arisen against the expulsion of artists from the alternative cultural neighborhood.
But the descent society also generates another political danger that must be taken into account, namely, that regressive modernization and post-democratic politics can generate an authoritarian current that is alienated and emptied of the liberal foundations of our society. This danger is the evil twin of the democratic rebellion, fueled by a mixture of undemocratic resentment and religious-identity drive. The European right would then take advantage of it, which aspires to the negation of liberal democracy.